domingo, 7 de octubre de 2012

Para que no se olvide

Rolando Cordera Campos
 
El 2 de octubre nos pone enfrente nuevos o rescatados recuerdos, vivencias compartidas y apropiaciones irremediables. Un protagonismo de la memoria, hecho con cargo a la memoria de cada quien, se asoma al menor descuido y la coincidencia en el miedo y el dolor no elimina ni puede dar lugar a que se soslayen las mil y una formas en que los que sobrevivimos traemos al presente aquella terrible circunstancia.

El relato de Enrique Sánchez Rebolledo sobre esos acontecimientos, a quien dedico este artículo, dado a conocer el jueves en estas páginas por su hermano Adolfo, me llevó a un torbellino memorioso que, como propone el corrido, casi me alevantó. La precisión y concisión de que hizo gala Quique al rememorar esos terribles momentos que, para él, se prolongaban sin clemencia al pie de la iglesia, fueron para otros segundos vitales para cruzar el pelotón de militares con el fusil providencialmente embrazado, como ocurrió con mis amigos Eduardo y Pablo Pascual o, como fue mi caso y el de Andrea Huerta, minutos y horas pecho a tierra al pie del edificio Chihuahua o en un apartamento donde nos dieron refugio unos generosos damnificados de las inundaciones de San Juan de Aragón, para después dejar el complejo guiados y protegidos por una abnegada vecina de la unidad. Hasta aquí, cada quien su Tlatelolco.

Si algo unifica la imposibilidad del olvido es la conciencia del abuso de poder convertido, sin mediaciones, en crimen de Estado. El horror frente a la muerte de inocentes desarmados, una tarde apacible en la que privaba una cierta sonrisa por haber regresado a la calle y la plaza, después de la invasión militar de CU y los enfrentamientos sangrientos en el Casco de Santo Tomás, se volvió furia y ruido contra un presidente incapaz de respetar la propia legalidad de su Estado y dispuesto a matar.

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