Pedro Miguel
En los diez días
transcurridos desde el 1º de diciembre han aparecido muchos documentos
sobre la violencia de ese día en las calles de la capital y de otras
ciudades del país en el marco de la toma de posesión de Peña Nieto. Por
ejemplo, el video que muestra a individuos embozados y armados con
cadenas y palos que se mueven tranquilamente, entre los uniformados,
atrás de la primera línea del cerco de la Policía Federal al palacio de
San Lázaro; o el que vincula de manera inequívoca un disparo de arma de
fuego, efectuado tras las vallas instaladas por esa corporación, con la
grave lesión sufrida por el profesor Juan Francisco Kuy Kendall; o las
fotos de los federales provistos de fusiles de asalto, divulgadas desde
días antes de que el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio
Chong, jurara ante los medios que en el operativo de ese día no se les permitió portar
cualquier tipo de arma que pudiera dañar a cualquier ciudadano(sic).
O los videos que exhiben la impunidad con la que pequeños grupos de
vándalos causaron destrozos por medio centro histórico y agredieron
tranquilamente a la policía capitalina, documentos con los cuales los
medios electrónicos fabricaron una suerte de flagrancia virtual para
justificar la detención de cualquier persona; o las grabaciones de los
arrestos de personas que no habían cometido delito alguno y que muestran
en forma fehaciente lo que días más tarde confesó un policía anónimo al
columnista de este diario Julio Hernández López: que lo perpetrado por
las fuerzas del orden del Distrito Federal fue una cacería de inocentes.
De 69 personas que fueron consignadas por
alterar la paz pública, 56 salieron libres por falta de pruebas y a otros 14 ciudadanos se les iniciaron causas penales por delitos menores, aunque tampoco haya pruebas contra ellos y sí, en algunos casos, documentos que prueban su palmaria inocencia.
Los elementos disponibles hasta ahora indican, pues, que lo ocurrido
el 1º de diciembre fue vandalismo de Estado y que fueron las autoridades
las que detonaron la violencia y las que propiciaron la destrucción
material, cifrada en casi mil millones de pesos por el cálculo
hiperbólico de un membrete de comerciantes de esos siempre dispuestos a
dar munición al discurso oficial. En esa misma lógica, en su canto de
cisne como gobernante capitalino y como político progresista Marcelo
Ebrard dijo no sé qué contra la violencia.
Mientras tanto, Peña y los
miembros de su camarilla pleistocena se frotaban las manos de gusto por
haber matado varios pájaros de un tiro, aunque el saldo incluyera
también a varios humanos lesionados de gravedad: habían logrado erigirse
en gobierno federal, habían desacreditado a #YoSoy132 y a otros
movimientos sociales como bárbaros y violentos y habían conseguido,
además, uncir al gobierno capitalino a las lógicas represivas que han
acompañado al PRI desde siempre.
En pocos días, sin embargo, la verdad ha ido saliendo a la
luz. Lo que hubo el 1º de diciembre fue un acto de provocación montado
desde las cúpulas del poder público federal, el cual lanzó a grupos de
choque a causar destrozos con el fin de tener un pretexto para emprender
una represión de gran calado que terminara de una vez con la repulsión
social que causa el ver a Peña Nieto con una banda presidencial
comprada. No lo lograron: sin duda, mucha gente se asustó –y con razón–
ante la brutalidad policial exhibida; mucha más se creyó la prédica de
los loros del régimen –
la culpa es de AMLO y de #YoSoy132–; hay heridos de gravedad, cerca de un centenar de personas conocieron el horror de una privación ilegal de la libertad a manos de las fuerzas policiales y 14 de ellas siguen en la cárcel. Aunque en un primer momento esos saldos parecieron acelerar el reflujo en que se encuentran los movimientos antirrégimen en general, pero no los desbandaron: por el contrario, les dieron la razón y confirmaron la justeza de su causa.
En cambio, Peña, Manuel Mondragón y Kalb y Miguel Ángel Osorio Chong
están en un predicamento: son ellos los jefes de quienes le abrieron la
cabeza a Kuy Kendall y le sacaron un ojo a Uriel Sandoval y, aunque el
procurador Jesús Murillo Karam mire hacia otro lado, ha de exigirse el
esclarecimiento pleno de esos delitos es ineludible. Otro tanto ocurre
con los atropellos perpetrados por la policía capitalina: Ebrard le debe
muchas explicaciones a la sociedad que lo hizo jefe de Gobierno y su
sucesor, Miguel Ángel Mancera, no podrá seguir escurriendo el bulto ante
la responsabilidad de su antecesor en el cargo.
Se equivocaron. 2012 no es 2006, el Centro Histórico no es Atenco y
el vandalismo de Estado es ya inocultable, repugnante e inadmisible para
la mayor parte de la sociedad.
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