viernes, 28 de noviembre de 2008

¿Y la revolución, apá?




Jorge Camil

Durante el siglo priísta era anatema dar un paso sin mencionar la palabra “revolución”; fue leitmotiv del partido oficial, inspiración de presidentes y el ingrediente que jamás faltaba en los discursos oficiales; un ingenioso pegamento que mantuvo viva la santa unión entre gobernantes, obreros, campesinos y las llamadas “organizaciones populares”. Hoy los gobernantes han dejado de ser “revolucionarios”. Quizá jamás lo fueron (al menos después de José López Portillo, un “revolucionario” pintoresco que entraba a los pueblos a caballo, vestido de chinaco, y ocasionó una verdadera “revolución” al nacionalizar el sistema financiero en los últimos días de su gobierno). Cuando desapareció de la retórica oficial la palabra “revolución” surgieron como fuerzas inspiradoras de la política nacional otras menos iluminadas: “solidaridad”, que en el vocabulario salinista llegó acompañada de su propia secretaría de Estado, y de un “movimiento” apócrifo que pretendió en algún momento sustituir al partido oficial. Después se imprimieron frases como “liberalismo social”, la nebulosa doctrina con la que Salinas pretendió sustituir al “nacionalismo revolucionario” de Miguel de la Madrid, y “democracia”, utilizada hasta el cansancio por un confundido Vicente Fox, que teniéndola en mano jamás comprendió su verdadero significado.

Y puestos a buscar palabras llamativas llegamos a la “globalización”, término por el que, no obstante la debacle mundial, aún vive y muere Ernesto Zedillo, el último presidente del “partido revolucionario”. Hoy, frente a la tumba de la Revolución Mexicana, debemos reconocer que jamás fuimos solidarios (basta observar la cada vez más honda división entre ricos y pobres) y que el liberalismo social salinista únicamente nos condujo al capitalismo salvaje, ahora denunciado por economistas honrados con el Nobel, como Joseph Stiglitz y Paul Samuelson.
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