Se vistió Felipe Calderón Hinojosa de uniforme; se lanzó al ruedo y nos lanzó a todos, con exaltadas arengas patrióticas; sin medir las consecuencias de sus dichos y de sus hechos, convirtiendo el natural, necesario y urgente combate contra el crimen organizado en una guerra no declarada pero sí sobreexplotada propagandísticamente en la que a la postre —y pese a sus cada vez menos encendidos discursos y llamados a la unidad nacional en torno a este esfuerzo— se está quedando solo.
Una vez desde Washington lo compararon con Eliot Ness, se envaneció. Otras veces recibió un caudal de elogios del gobierno y los medios estadunidenses por su “valentía y decisión” en su guerra contra el narco. Sus bonos iban al alza y como es su costumbre —hombre de mecha corta que dispara a bocajarro al fin de cuentas— se fue de boca.
Le prometieron apoyos que tardaron mucho en llegar y que le cobraron caros. Hablaron los norteamericanos de corresponsabilidad, olvidándose casi de inmediato del significado del término. Hoy, “indignados”, esos mismos que lo elogiaron le echan en cara, sin recato alguno, su ineficiencia. |