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Cansado de que a los círculos del infierno llegaran solamente ánimas arrepentidas, un mal día, Luzbel decidió inventar un engaño supremo y, tras baterías de encuestas, costosas asesorías con Dick Morris y Antonio Solá, seminarios con expertos del CIDE y reuniones con grupos focales, perfeccionó su engendro.
El fruto de sus desvelos resultó peor de lo que esperaba: era más puro que la vida íntima del padre Maciel, más púdico que la declaración de impuestos de Roberto Hernández, más cristiano que un narco absuelto por un nuncio papal, más puro que un gramo de cocaína vendido por un judicial, más limpio que un operativo antinarco; tenía tanto rating como una novela en horario triple A y, por último, estaba imbuido en una fe religiosa tan ardiente que era un ateo radical.