Carlos Monsiváis
El pasado Viernes Santo (10 de abril de 2009) se desbordó en el país y en América Latina un fenómeno casi antiguo, las escenificaciones del Calvario, con los protagonistas básicos: los muchísimos que, por un número variado de razones, emprenden la imitación de Cristo en la cruz (el lema podría ser: “El que no fuere varón de dolores, experimentado en quebrantos, no entrará al reino de los cielos”).
Lo más estrepitoso, quien les compite, es la representación en Iztapalapa: 2 millones de asistentes, según la policía del DF. Allí se precipitó un alud de nazarenos, creyentes, curiosos, fuerzas de seguridad, sociólogos en ciernes (sinónimo de maestros de sociología), sicólogos sociales (sinónimo en esta ocasión de coleccionistas de pistas que desembocan en el punto de partida), periodistas, cronistas con iPod, actores que ensayan las posturas salomónicas del inevitable Poncio Pilatos (“¿A qué mitad del niño queréis que suelte?”) y los gestos del centurión que le corta la oreja a Pedro (¿O fue la nariz? ¿O habrá sido la mano? ¡Consulta Google, Enrique! ¿Qué le cortó el centurión a San Pedro?”).
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