¿Por qué Miguel de la Madrid eligió concederle una entrevista a Aristegui? ¿Por qué eligió ejercer su libertad y su derecho a responder a cada una de sus preguntas de la manera en la que lo hizo? ¿Habría acudido a la cita de no haberle parecido indispensable? ¿Con quién era la cita? Con la periodista, con los mexicanos, con una parte de la historia de México de la que se vive responsable. Probablemente era una cita consigo mismo. Con una verdad suya, silenciada y postergada. Quizá a estas alturas de su vida necesitaba expresar ese mensaje que fue tan claro: considera que se equivocó, y quizá también que hay graves heridas en el México de hoy, que son consecuencia de una cadena de errores graves de los que él formó parte.
Tal vez acudió a la cita porque sobreestimó no su derecho a la libertad de palabra, sino su fortaleza para defenderlo ahora. Creyó que podía plantarse ante los mexicanos como un ser humano, como un hombre que ha tenido y tiene que lidiar con su conciencia, y se le olvidó que para tantos, tal vez ya desde hace mucho, más que una persona es una marca registrada.
Toda diferencia guardada, en los últimos años de Jean-Paul Sartre, en el contexto de la disputa por los certificados de “exactitud” del pensamiento sartriano, entre “la familia” de Les Temps Modernes, encabezada por De Beauvoir, y la “nueva familia” del filósofo, su hija adoptiva Arlette Elkaim y su secretario y al final coautor Benny Lévy, Sartre, ya muy enfermo y con episodios de pérdida de lucidez, hizo tres afirmaciones personales lúcidas y rotundas: a Jean Daniel, director de Le Nouvel Observateur: “Yo, Sartre, le pido que publique ese texto, y que lo publique íntegramente. Sé que mis amigos se han puesto en contacto con usted (para que no lo publicaran), pero se equivocan; la trayectoria de mi pensamiento se les escapa a todos”. A De Beauvoir: “¿Sabe, Castor? Yo sigo vivo y pensando, tiene usted que permitirme que lo siga haciendo”. A Elkaim: “Me tratan como a un muerto que tiene el mal gusto de manifestarse”.
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