Hace algunos años entrevisté a César Chávez, el legendario luchador social nacido y muerto en Arizona que agrupó a los agricultores de la mayor parte de Estados Unidos. Andaba a salto de mata y con orden de aprehensión. Lo ubiqué en un rancho, en algún lugar de California. Me impactó su personalidad: el pelo abundantísimo, todavía negro pero ya con una creciente competencia de canas; era un ser cuyo magnetismo se irradiaba a todo el cuarto aquel. Hablaba perfecto español, aunque de repente se le dificultaba un poco. Me relató su lucha, de cómo trataba de darle dignidad y un pago justo a quienes se quebraban el lomo de sol a sol en la siembra o en las cosechas. Pero de todo lo que me dijo, algo se me quedó para siempre. Cuando le pregunté cuál era el camino para ir conquistando el poder político, recuerdo que guardó silencio encerrado en aquel rostro pétreo e iluminado, hasta que me soltó: “¡La panza de nuestras mujeres! Porque mientras estos pinches gringos tienen uno y si acaso dos, nosotros aventamos de a cuatro o cinco. Es cuestión de tiempo y no ha de pasar mucho”. Chávez murió en 1993 y no andaba tan errado. Hoy la hispana es la primera minoría, ha sobrepasado a la negritud y en algunas zonas del país es franca mayoría. |