El asesinato de Rey Hernández García, dirigente estatal del PT en el estado de Guerrero, al salir de su domicilio en Ometepec, por un comando que utilizó armas de grueso calibre y con el modus operandi del crimen organizado, es un caso de gravedad extrema que ilustra cómo la violencia criminal está escalando y afectando por igual a ciudadanos de los más diversos ámbitos de la vida pública, en este caso, de la actividad política y de la lucha social.
El discurso oficial falsamente exculpatorio de que los criminales se están “matando entre ellos” y de que la gente inocente “son los menos”, cae por su propio peso en el caso de Rey Hernández, al que sólo faltaría que las autoridades judiciales lo remataran con el discurso de que “fue un ajuste de cuentas entre bandas enfrentadas”. Como tal fue el epitafio que se pretendió escribir sobre las tumbas de los 16 jóvenes estudiantes de Ciudad Juárez, los dos estudiantes de posgrado del Tec de Monterrey (Jorge Mercado y Javier Arredondo), los niños Bryan y Martín Almanza, acribillados en un retén militar en Tamaulipas frente a sus padres, los estudiantes de la sierra de Durango que iban a recoger sus becas escolares y tantos otros casos que no han trascendido a la opinión pública, porque la “explicación” de que eran “delincuentes” permite a la autoridad encubrir su propia incompetencia y claudicar de su responsabilidad elemental de perseguir y castigar a los responsables de tan arteros crímenes. |