MÉXICO, D.F. (apro).- Hace seis años Enrique Peña Nieto era el
gobernador del Estado de México, cuando en San Salvador Atenco se
perpetró una de las represiones más duras en contra del movimiento
social y campesino que rechazaba la construcción del nuevo aeropuerto en
sus tierras ejidales.
Un sexenio después, el hijo pródigo de
Atlacomulco se vio involucrado en un nuevo acto de represión, cuando
varios miles de jóvenes y ciudadanos expresaron de manera violenta su
inconformidad el arribo del mexiquense a la Presidencia de la República.
El autoritarismo y la mano dura parecen ser su marca como gobernante.
En aquella ocasión, cuando los campesinos de Atenco levantaron sus
machetes, el gobierno de Peña Nieto utilizó las Brigadas de Operación
Mixta (BOM) para reprimir a los campesinos.
Esa agrupación, que
forma parte de una operación especial de contrainsurgencia integrada por
el Ejército y la policía, fue diseñada en 1994, para aplicarla en las
zonas de influencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)
en contra de las comunidades de base.
Desde entonces, esa
estrategia militar policiaca ha sido aplicada contra movimientos
sociales, como ocurrió durante las protestas de Guadalajara en 2004, en
la clausura de la Tercera Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de
América Latina, el Caribe y la Unión Europea; en Cancún, en 2005, en la
reunión de la Organización Mundial de Comercio, y en 2006, contra el
movimiento popular de Oaxaca.
Pero, a diferencia de las anteriores
ocasiones, la estrategia utilizada el pasado sábado 1 resultó más
sofisticada, más planeada, ya que no sólo se utilizó la represión, sino
que además ésta fue dirigida con toda intención para provocar confusión
mediante la filtración de provocadores profesionales, para luego culpar
al grupo que convocó a la manifestación: el movimiento estudiantil
#YoSoy132.
De acuerdo con información de la Procuraduría General
de Justicia del Distrito Federal (PGJDF), así como de testigos de las
refriegas registradas en las afueras de la Cámara de Diputados, hubo
agentes infiltrados y jóvenes que recibieron dinero para ocasionar los
desmanes y crear la imagen de violentos entre quienes protestaban por la
llegada de Peña Nieto a la presidencia de la República.
La
estrategia funcionó. Aprovechando el cóctel de organizaciones que se
dieron cita en las manifestaciones, la violencia provocada se propaló
como fuego en pasto seco, y mientras en la Cámara de Diputados, Peña
Nieto rendía protesta en una ceremonia pactada y negociada, afuera la
violencia tomaba la cara del movimiento estudiantil, por obra y gracia
de la mayoría de los medios de comunicación.
Minutos después, a
unos kilómetros del recinto legislativo, se dieron nuevos
enfrentamientos entre jóvenes y granaderos. La presencia de contingentes
bien organizados y violentos se hizo más evidente cuando empezó el
saqueo y los daños a los negocios de la avenida Juárez.
En ese
momento los manifestantes se convirtieron en vándalos, en delincuentes.
Sobre ellos cayó la maquinaria policiaca, mediática y política,
condenándolos sin juicio previo. A partir de entonces, se volvieron los
violentos.
Ahora el gobierno de Peña Nieto tiene la excusa más
clara para usar mano dura en las manifestaciones sociales, sobre todo
las que pueda convocar el movimiento #YoSoy132, el mismo que puso en
aprietos al mexiquense en la Universidad Iberoamericana, precisamente
haciéndole el reclamo de represor en Atenco.
Cobra sentido el
reforzamiento de la Secretaría de Gobernación que recuperó el manejo de
la fuerza pública, y la presencia de Jesús Murillo Karam –personaje
conocido por su intolerancia y mano dura– al frente de la Procuraduría
General de la República (PGR).
Esta es la doble cara del nuevo
gobierno de Enrique Peña Nieto. Por una parte, negociadora con los
partidos y grupos de poder –como ocurrió en la Cámara de Diputados el
día de su toma de posesión–; por la otra, mano dura con las
organizaciones sociales que no están de acuerdo con el priista.
Pero
habrá que ver si Peña Nieto, el presidente de la paz, como él mismo se
maneja, usará esta misma mano dura contra el crimen organizado, y si es
capaz de enfrentarlo con la misma fuerza, inteligencia y número de
efectivos, o simplemente administrará el problema con negociaciones que
les garantice seguir con su negocio, a cambio de bajar los índices de
violencia.
Por lo mientras, el PRI se limpió las manos y pasó la
factura de la violencia del pasado sábado al exjefe de Gobierno del DF,
Marcelo Ebrard, quien mostró una cara de intolerancia al detener
arbitrariamente a decenas de personas que no participaron en los
desmanes, lo que le resta importantes bonos a su aspiración
presidencial.
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