Voy a escribir algo espantoso: la muerte le sienta bien a Juan Camilo Mouriño.
¿Por qué le digo que escribir esto es espantoso? Porque se puede interpretar como una falta de respeto, pero mi comentario no va por ahí.
Digo que la muerte le sienta bien al señor Mouriño porque este secretario tuvo que morir para recibir el respeto de la clase política mexicana y de muchos sectores de la opinión pública nacional.
Acuérdese, antes de su fallecimiento, Juan Camilo era un personaje al que se le acusaba de tráfico de influencias, al que se le calificaba de incompetente y al que se le pedía su renuncia con singular alegría.
Pegarle a Mouriño era poco menos que un deporte para sus adversarios políticos y para algunos periodistas. Se veía bien, era hasta divertido.
Ahora que Mouriño murió, hasta sus peores enemigos se expresan de él como si hubiera sido un santo, y no lo piensan dos veces antes de hablar con prudencia en los medios de comunicación.
Lo que antes era una maldición, como la posibilidad de que Juan Camilo fuera el sucesor de Calderón, en este momento es como la solución que no llegó, una desgracia.
Acusar de hipócritas a nuestros políticos y a muchos de nuestros líderes de opinión sería la cosa más sencilla del mundo, pero yo creo que aquí hay algo más importante que la lectura moral: la lectura vital.
México entero estaba tan enardecido en lo político y en lo social que lo único que nos podía calmar era la muerte.
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