jueves, 13 de noviembre de 2008

Todos somos idiotas II



Ricardo Rocha

Detrás de la Noticia

Eso cree este gobierno. De otra manera no se explican las torpezas que nos quieren imponer frente a los hechos
La verdad no pensé que habría de escribir una segunda parte. La primera se remonta a los tiempos cavernarios de los Beverly de Guanajuato. Así que, con profundo pesar, he de reconocer que nada ha cambiado en ese sentido: este gobierno, como el anterior, cree que en este país todos somos idiotas.
De otra manera no se explican las contradicciones, torpezas e incongruencias que nos han querido imponer frente a los hechos inocultables: un avión perfecto, con trayectoria perfecta, pilotos perfectos y comunicaciones perfectas se desploma de pronto y desaparece del radar. Además se estrella no en un cerro lejano, sino —¿casual o causalmente?— en un punto neurálgico de la capital y a unos metros del poder presidencial. Sin motivo alguno.
Y pese a esto y contra la lógica más elemental, la versión oficial repetida hasta la náusea es que “no hay indicio alguno de una causa distinta a un accidente”. El mismo secretario Téllez nos pide que no especulemos hasta concluir las investigaciones, como si anticipar que tuvo que haber sido un accidente no fuera también una especulación. Igual que la de suponer un atentado y que se refleja no sólo en las encuestas, sino en las propias declaraciones del Presidente y los jerarcas panistas y hasta los deudos, que establecen que no hay que dejarnos doblegar, que se investigará hasta las últimas consecuencias y que esto no se va a quedar así: ¿un accidente?
En cambio, lo que no se ha querido ventilar abiertamente es que la sola presencia en el avión de Juan Camilo Mouriño y José Luis Santiago Vasconcelos —uno como segundo de a bordo y el otro como ex zar antidrogas— representa de suyo dos anchísimas líneas de investigación. Si como dice el señor Espino “no fue El Yunque, fue el narco”, de cualquier manera estamos ante una gravedad extrema: el poder brutal y fanático de fuerzas oscuras enquistadas en el gobierno o el reinado inconmensurable del crimen organizado.
Para cubrir ese inmenso hueco de la sospecha, la propaganda oficial se ha prodigado al referirse a Mouriño como a un prócer que en sólo tres años de vida pública le cambió rostro y destino a la nación. Un auténtico héroe, aunque los héroes no mueran en accidentes. La retahíla de loas y frases huecas es verdaderamente ofensiva.
Ahora resulta que, junto a Juan Camilo, Vasconcelos era un ignorante, Cuauhtémoc un descastado y Villa un cobarde. Una machacona y absurda campaña que lo único que ha producido es un efecto absolutamente contrario de recelo, sospecha y rechazo de la inmensa mayoría que —contra lo que suponen los del poder temporal— no son masa manipulable. Y es que si a algunos de nuestros auténticos personajes históricos se les aplicase una campaña igual de irracional terminaríamos repudiando a Hidalgo, renegando de Juárez y denostando a Zapata.
A ver: es probable que Juan Camilo Mouriño no sea el villano del sexenio. Pero tampoco es, ni de lejos, el mexicano esplendente que nos quiere enjaretar el gobierno. Puede ser que haya sido muy provechoso y muy productivo, pero nadie podría negar que encontró también provechoso y productivo el ejercicio del poder. Que supo tejer en su beneficio y el de su familia una eficiente red de tráfico de influencias e intereses empresariales. Y nadie puede ser acusado de traición a la patria por decirlo. Así que si alguien quiere honrar su memoria podría, por ejemplo, dilucidar a fondo las verdaderas causas de su muerte.
Mientras tanto el solitario de Los Pinos, desconfiando de todos, recurre —como a veces solemos hacer— a las viejas agendas en espera de que ese amigo nos tome la llamada. Y acepte el cargo.
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