Arnaldo Córdova
Es un fenómeno universal el que los políticos se acostumbren rápidamente a hacerse tontos cuando deben explicar a sus opositores (e incluso a sus seguidores) la razón de sus actos o cuando se les replica (cuando no se aceptan sus justificaciones) o, de plano, cuando se les critica por sus errores. Difícilmente encontraremos un político que diga lo que se propone y menos lo que pretende ocultar. Y, con muy honrosas excepciones, jamás veremos a uno que confronta abiertamente a los que están y a los que no están de acuerdo con él. Él quiere que todo mundo esté con él y que jamás ponga en duda sus decisiones. “No te me opongas, porque romperás la unidad que nos es tan necesaria”, solía decir a los suyos un ministro inglés de los primeros años de la Segunda Guerra Mundial.
Que se hagan tontos, sin embargo, no equivale a que sean necesariamente tontos. Un buen político está perdido si es un tonto. O va a ser utilizado indefectiblemente por otros o, en todo caso, otros harán siempre su tarea y él ni siquiera se dará cuenta. Fue el caso de Fox. ¿Qué puede pasar si, encima, un político tonto pretende hacerse el tonto? Creo que la respuesta está en la tira cómica que hemos visto desfilar últimamente en torno a los “catastrofistas” que critican al gobierno porque quieren ver destruido a su Estado. A cualquiera se le antojaría que todo es mera ficción; pero es una espeluznante realidad y parece que hay muy poco con qué poder explicarla.
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