Ilán Semo
Hay una visión, digamos, vulgar de la política mexicana, que ve en el mundo del orden público a un unísono escenario en el que todos sus conflictos y propósitos se reducen a la exclusiva lucha por los cargos, el poder y el dinero. En esta visión, los partidos políticos aparecen todos cortados con la misma tela, y su finalidad se agotaría en fungir como agencias de corrupción, escuelas del chantaje y centros del tráfico de influencias. Nada habría en ellos que representase alguna causa digna de ser considerada como una contribución al
bienestar público, y sus miembros, los políticos, estarían movidos tan sólo por las suculentas dietas que reciben y los cuantiosos arreglos que pueden lograr. En suma: nada que se asemeje ni remotamente a cualquiera de las definiciones que conocemos del
servidor público. Aquí el uso del término
vulgarno implica de ninguna manera una inferencia peyorativa sobre esta concepción; sólo quiere datar el hecho de que se trata probablemente de la idea más divulgada que hoy se tiene sobre la política en México. Y en rigor, es una visión que tiene algo (o mucho) de razón, aunque descarten o supriman las principales condiciones que hacen posible la existencia misma de esa esfera imprescindible de la práctica social.