Una parte del discurso del presidente Calderón, pegoste tardío del absurdo y reiterado triunfalismo de logros y valentía dominante, acierta a describir la dura realidad inercial del país. No se trata en rigor de un diagnóstico, mucho menos un ensayo de autocrítica. La incómoda pretensión de enunciar un esbozo tardío de agenda pública deriva en la reiteración de los viejos y grandes problemas nacionales, sabidos como cambios necesarios y perentorios desde hace décadas. Reconocimiento de lo no hecho. Confesión elíptica de culpas, malamente endosadas a los otros y a la fatalidad de aztecoides plagas bíblicas. Pareciera, más bien, un relámpago testimonial autoculposo de una presidencia (y una apuesta partidista) fallidas; y que apunta a ser —temor generalizado— un acto político fallido, anuncio premonitorio de un simbólico final prematuro del sexenio.
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