jenaro villamil
MÉXICO, D.F., 29 de julio (apro).- Hace un siglo el periodista James Creelman le preguntó al dictador Porfirio Díaz si el pueblo mexicano estaba preparado para la democracia. Confiado en la bonanza económica de su gobierno –que beneficiaba sólo a un puñado de empresarios-- y en el apoyo de Washington y las metrópolis europeas, el autócrata mexicano se atrevió a responder que sí. No sólo eso: Se comprometió a dejar la silla presidencial y consultárselo al pueblo de México. Dos años después, en 1910, Francisco I. Madero tomó en serio las palabras de Díaz y reclamó el sufragio efectivo, no reelección.
De entonces a la fecha, no es extraño el menosprecio o la demagogia de las elites políticas a la auténtica madurez de la sociedad mexicana para decidir democráticamente. El PRI durante 70 años disfrazó de elecciones libres lo que, en realidad, eran acuerdos cupulares para el reparto del poder. Hasta que el sistema se le cayó en 1988. Esa misma cultura penetró en el PAN gobernante y ni qué decir de un sector del PRD, en especial, los que siempre estuvieron cercanos al régimen priista (“paraestatales” se les solía decir entre la izquierda independiente).
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