Bernardo Bátiz V.
Los buenos maestros de derecho mercantil del siglo pasado, en alguna de las clases donde nos acercaban a los orígenes del comercio moderno explicaban el tema paradójico del “dolo bueno”, tópico que en sí mismo encierra una contradicción, puesto que si algo es doloso no puede ser bueno; el dolo encierra una intención de daño y de aprovechamiento a favor propio y a costa de otro.
Los juristas, sin embargo, lo justificaban: el dolo bueno era la exageración o exaltación de los productos de los comerciantes, con objeto de lograr que los clientes les compraran. Anunciaban las mejores sedas del oriente, o los vinos de mayor calidad de tal o cual región o los más finos aceros del mundo. Ni ellos ni los clientes creían en que esas sedas o esos vinos o esas espadas tuvieran las altísimas cualidades que el vendedor les atribuía, pero si se ponían de acuerdo en precio y cosa, la transacción se llevaba a cabo y no podía nulificarse después, porque la exageración y exaltación de las cualidades de algo no llegaba a constituir un engaño al comprador; era el famoso “dolo bueno”.
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