Enrique Calderón Alzati
Cuando leí los reportajes en torno al acto realizado hace unos días con el nombre de Encuentro de las Familias, o algo así, me sentí en el México del siglo XVIII, o no, quizás bastante antes: las ideas, los escenarios, el discurso político me llevaron a aquella época mágica en la que se podía ver aún hogueras con hombres y mujeres rostizándose en las plazas públicas y rezos conmovedores en plena calle. Desde luego hay diferencias; en aquellos tiempos solían llamarles herejes, ahora el término usado es más moderno y original: “talibanes”. Qué bueno que la Constitución por ahora no incluye todavía la pena de muerte. El discurso de una pobre mujer que participó en el acto (aparentemente, como representante de su papá, un miembro de la clase gobernante), en el que declaraba a las mujeres culpables de violaciones y golpizas por no saber guardar el pudor y vestirse de forma decente, verdaderamente me conmovió, tanto o más que las declaraciones del célebre funcionario de Guanajuato que prohibió los besos en lugares públicos.
Las imágenes del ex presidente Fox arrodillado besando la mano del papa Juan Pablo II me parecieron en su momento ridículas e indignas, en cuanto el jefe de Estado de un país soberano no puede ni debe postrarse ante otro, por todo lo que ello implica y simboliza; por lo demás, el comportamiento de don Vicente era totalmente congruente con las demás estupideces que cometía de manera continua, especialmente en el campo de las relaciones internacionales. El caso de Felipe Calderón, quien participó en el Encuentro de las Familias, me parece mucho más grave y con pocos beneficios para su causa, la cual parece deteriorarse día con día, ante su incompetencia e insensibilidad manifiesta.
Leer Nota AQUI