Luis Linares Zapata
Armados con un colmillo largo y retorcido tras décadas enteras de ocupar la cúspide del poder, los priístas de alta jerarquía atisban con impaciencia su prometida ascensión a las posiciones del mando supremo. Se han enroscado a la vera de un par de gobiernos panistas de poca monta y plagado de negociantes que exhiben sin recato el doble discurso y la triple moralidad que ya los define. Los priístas de elite han colaborado asiduamente con Felipe Calderón para facilitar las reformas en que ellos también plasman, con habilidad, sus intereses particulares. Controladores de su amplio aparato burocrático, sobrellevan, hasta con cierto decoro, la decadencia de su entorno político. Confiados en sus difundidas capacidades, esperan el momento para dar el zarpazo final y ocupar los sitiales de privilegio que ya sienten al alcance de sus suaves maniobras.
No parten a su aventura electoral guiados por un programa que ofrezca salidas eficaces a una nación angustiada por la confluencia de dos crisis simultáneas acompasadas con una explosión de violencia sin antecedentes cercanos ni estrategia para manejarla. Una de ellas, la más cacareada, es cierto, viene de fuera. Otra, más larvada y con amplias ramificaciones se ha sembrado desde dentro y durante largos años, más de un cuarto de siglo, y sobre la cual harta responsabilidad y culpas tienen los priístas.
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