28 de marzo de 2010
Nada más lógico y, a su modo, más aleccionador, que la estrategia de persuasiones de los más calificados y autocalificados funcionarios del gobierno federal. Si hemos de traducir este sistema, describámoslo así y dejémoslo así: “A la sociedad o al pueblo ya no se le convence, ha perdido el don divino de la credulidad, y, o no están informados de nada, o se nutren de internet, radio, incluso noticieros de televisión, celulares, o twitters. Y los que no, ni se enteran ni les importa, y con dificultad saben el nombre de alguno de nosotros, lo que llamamos aquí analfabetismo onomástico. Entonces, ¿a quién persuadir?, pues a los más enterados, a los más competentes, a los que rigen los destinos de la nación, nos referimos naturalmente a nosotros mismos.
De esta manera nuestra estrategia mediática y nuestras redes sociales se dirigen a ese objetivo maravilloso: convencernos a nosotros mismos. Si logramos eso, lo demás ya no importa. Hablamos para oírnos y, sin broma alguna, la técnica es de una gran profundidad: el que persuade a las élites, persuade a lo más elevado del país. Por eso al autoengaño, como le dicen los resentidos, es la manera más solidaria y eficaz de ir avanzando en el gobierno”.
Desde fuera, el asunto se podría ver distinto: un laberinto de afirmaciones que indignan de forma sistemática pero efímera, ya que las siguientes expresiones de los poderosos irritan aún más. Influido por esta táctica, me explico para entenderme. No ves que los altos funcionarios (la altura se mide por el salario real, las prestaciones, la importancia que se les concede y el número de fuerzas de seguridad que los acompañan) crean en lo que dicen. Esto sería abusar de su candor. Más bien, el procedimiento va así: el funcionario declara a sabiendas de que nadie le va a creer y en la ruta hacia la decepción con este pueblo ingrato, oye y lee sus propias palabras y queda encantado. ¿Por qué no se le habrían ocurrido a él primero? Luego, al ver las cuantiosamente reproducidas en los noticieros y en los periódicos se anima por completo. Vaya que tengo razón, me lo confirma ese alto funcionario que, por coincidencia, lleva mi nombre. A los críticos no los lee porque eso sería un desgaste visual innecesario.
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De esta manera nuestra estrategia mediática y nuestras redes sociales se dirigen a ese objetivo maravilloso: convencernos a nosotros mismos. Si logramos eso, lo demás ya no importa. Hablamos para oírnos y, sin broma alguna, la técnica es de una gran profundidad: el que persuade a las élites, persuade a lo más elevado del país. Por eso al autoengaño, como le dicen los resentidos, es la manera más solidaria y eficaz de ir avanzando en el gobierno”.
Desde fuera, el asunto se podría ver distinto: un laberinto de afirmaciones que indignan de forma sistemática pero efímera, ya que las siguientes expresiones de los poderosos irritan aún más. Influido por esta táctica, me explico para entenderme. No ves que los altos funcionarios (la altura se mide por el salario real, las prestaciones, la importancia que se les concede y el número de fuerzas de seguridad que los acompañan) crean en lo que dicen. Esto sería abusar de su candor. Más bien, el procedimiento va así: el funcionario declara a sabiendas de que nadie le va a creer y en la ruta hacia la decepción con este pueblo ingrato, oye y lee sus propias palabras y queda encantado. ¿Por qué no se le habrían ocurrido a él primero? Luego, al ver las cuantiosamente reproducidas en los noticieros y en los periódicos se anima por completo. Vaya que tengo razón, me lo confirma ese alto funcionario que, por coincidencia, lleva mi nombre. A los críticos no los lee porque eso sería un desgaste visual innecesario.