Epigmenio Ibarra.
Felipe Calderón Hinojosa, al desangrar el país, sembrar el odio y la discordia y esparcir el miedo, ha preparado el camino para un nuevo tipo de violencia de Estado: la que éste ejerce contra los movimientos sociales y los opositores.
El interludio “democrático” panista, desde la traición de Fox hasta la criminal ineficiencia de Calderón, solo ha servido para la restauración, con un cierto halo de legitimidad electoral, del viejo régimen autoritario.
Con “credenciales democráticas” y sus
viejos usos y costumbres vuelve el PRI a Los Pinos. Si Calderón se lanzó
a la guerra en “defensa de la patria” hoy, vaya paradoja, Peña Nieto se lanzará a reprimir en “defensa de la democracia”. Eso, mientras continúa y escala la guerra contra el narco, lo que hará aun más inestable y explosivo el ambiente.
Para un gobierno autoritario y carente
de legitimidad de origen, como el de Calderón, la guerra fue su tabla de
salvación. Para Peña Nieto, quien comparte con su sucesor el origen
ilegítimo y antidemocrático, en la mira estarán ya no solo los capos del narcotráfico, sino, también, quienes alcen la voz contra su gobierno.
No le queda de otra. No conoce otro
camino. La represión es parte de su código genético. De su herencia
histórica y de su propia experiencia de gobierno.
Sin instrumentos reales para construir consensos, buscar soluciones negociadas a conflictos, lo suyo será la aplicación de la ley de plata o plomo contra sus opositores.
Comenzará, claro, por el garrote. Lo usó
en Atenco, aprobó ahora su uso en Michoacán y lo volverá moneda
corriente a lo largo y ancho del territorio nacional.
Urgido de resultados para revertir el
desprestigio generado por una elección tan sucia, Peña Nieto no se irá
con demasiado tiento. Tampoco se empeñará a fondo en la compra de
conciencias, ya gastó mucha plata en votos y se inclinará más bien por el uso del garrote.
Le sobrarán motivos y oportunidades para
emplearlo. Al malestar de muchos por la forma en que compró la
Presidencia se irán sumando los perniciosos efectos, en una población
pauperizada y sin oportunidades, de sus “reformas estructurales”.
La reforma laboral es solo el principio. Sus efectos, en tanto aun se discute la ley, todavía no se sienten.
Falta ver qué sucede cuando los trabajadores vivan en carne propia lo
que hoy, todavía, pero no por demasiado tiempo, es letra muerta.
Por otro lado, los compromisos que Peña
Nieto ha establecido con quienes le compraron la Presidencia y los
muchos que ha asumido y refrendado en su gira por Europa lo obligarán a
hacer un gobierno que, para ser mejor ponderado por las calificadoras,
afecte los intereses de amplias capas de la población.
Empeñado en que la iniciativa privada tenga una tajada del pastel de Pemex deberá sustituir la renta petrolera con incrementos sustanciales a los impuestos. Imposibilitado de afectar a sus patrocinadores se irá sobre los medianos y pequeños contribuyentes.
Se alzarán entonces, como ya se alzan, las voces de trabajadores, de maestros, de médicos, de estudiantes, de consumidores. A
unos, los menos, intentará callarlos a billetazos o anularlos
mediáticamente; a otros, en cambio, tratará de desalentarlos a
garrotazos.
Tardará en disparar contra las
multitudes pero un día lo hará y será entonces demasiado tarde. Si las
decenas de miles de muertos de la “cruzada” de Calderón han llevado al
país al borde del abismo; unos cuantos muertos en una manifestación reprimida por Peña Nieto habrán de despeñarlo.
Poca o ninguna distancia hay entre la
forma en que Peña Nieto presumió, ante los estudiantes de la Universidad
Iberoamericana, su actuación en Atenco y la forma en que, hace apenas
unos días y para justificar la represión en Michoacán, Fausto Vallejo repitió, machaconamente: “No me tiembla la mano”.
A ese autoritarismo exhibicionista,
presuntuoso, sirve el clima de histeria colectiva que los medios
fomentan. Opinadores de la prensa escrita y profetas de la pantalla y el
micrófono, dignatarios eclesiásticos y empresarios alaban, urgen,
exigen a los gobernantes “mano dura”.
Las buenas conciencias desgarran sus
vestiduras y señalan con dedo flamígero a los vándalos, los fanáticos.
Son los suyos argumentos incendiarios similares a los de la inquisición.
Quien no acepta mansamente y a pesar de la evidencia en sentido
contrario a Peña Nieto como presidente legitimo, es calificado de
“relapso y diminuto”.
La ofensiva mediática es brutal. El linchamiento de los opositores se realiza en casi todos los espacios de la radio, la tv y la prensa. Poco o ningún interés se presta a las razones de la lucha, de la protesta.
Una y otra vez resuenan las mismas
acusaciones. El propósito es que la gente, otra vez, comulgue con ruedas
de molino y que se genere un ambiente social de rechazo y odio a la
oposición. Al tiempo que se pavimenta así el camino para la represión, se construye un espejo en el que Peña Nieto y los gobernadores pueden verse como héroes de la legalidad y la patria.
¿Qué nos queda entonces a quienes queremos un México en paz, con justicia y dignidad? Persistir en la resistencia pacifica.
No caer en la provocación y facilitarles el empleo del garrote o peor
todavía del fusil. No caer tampoco en el desánimo y menos víctimas del
miedo y bajar la testa. Nos queda la calle, nos quedan las ideas, nos
queda la palabra.
Si a ellos no les tiembla la mano que a nosotros no nos tiemblen ni el corazón ni la cabeza.
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