El Correo Ilustrado
Hace unos días, al inaugurar el Congreso Mundial de las Familias, Felipe Calderón, en su carácter de titular del Ejecutivo federal, alabó algunos prejuicios del conservadurismo más antiguo: “Un fenómeno real que … es fundamental afrontarlo desde la perspectiva de los valores… En México más de 5 millones de familias están encabezadas por la madre, por una mujer … la práctica del divorcio propicia que muchas familias vivan un proceso de desintegración…”
Calderón hizo un diagnóstico de la realidad delincuencial digno de reproducirse:
“… la proliferación de individuos que hacen de la violencia, del miedo, del crimen y del odio su forma de vida coincide … con la fragmentación y la disfuncionalidad que afectaron su entorno familiar.
“Un gran porcentaje de personas que fallecen en enfrentamientos entre grupos criminales en México (…) son jóvenes que están totalmente desarraigados de un núcleo familiar (…) que se formaron en la carencia absoluta no sólo de valores familiares, sino de familia misma.”
Al inventar un país donde la inmoralidad y el delito se deben en buena medida a variedades de prácticas familiares, Calderón exaltó a la familia tradicional (“normal”), como modelo exclusivo, en desprecio de los muy vastos sectores de la diversidad de las familias, que incluyen madres solteras, divorciados, parejas del mismo sexo, etcétera. Esta visión dogmática discrimina a la población que profesa otras religiones o ninguna, y a las familias “disfuncionales” que son producto de la miseria.
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