Bienvenida sea la Revolución;
bienvenida sea, esa señal de vida,
de vigor de un pueblo que está
al borde del sepulcro.
Ricardo Flores Magón
Bajaron de las montañas; salieron de la selva y las cañadas y lo hicieron a pleno día. Miles fueron testigos del paso de las columnas que se dirigían a Las Margaritas, Ocosingo, San Cristóbal de las Casas. Los camiones cargados de indígenas mal armados serpenteaban por los caminos de la selva; en cada caserío se les miraba con respeto y con esperanza; se les colmaba de bendiciones.
Unos, de entre esos miles que miraban atónitos pasar a ese ejército de desarrapados, tenían miedo; los más compartían la misma rabia acumulada, atesorada, pulida paciente y dolorosamente con las muchas y ancestrales humillaciones, convertida en determinación que impulsaba a esos guerrilleros, a esos enmascarados que se disponían a hacer su presentación en sociedad. Se habían propuesto —y estaban dispuestos a morir en el intento— nada más y nada menos que cambiar el mundo y para comenzar la tarea iban a combatir a las fuerzas federales acantonadas en las cabeceras municipales.
Tocarían a balazos las puertas de los cuarteles y palacios. Irrumpirían de golpe en la vida de un país que los había condenado al olvido y a la marginación.
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