De acuerdo con los resultados de una encuesta realizada por el Banco de México (BdeM) entre empresas del sector privado, las entidades bancarias que operan en el país –en su mayoría de propiedad extranjera– aportaron, en el primer trimestre del año, sólo 20 por ciento del financiamiento al sector productivo. El mismo estudio muestra que el 80 por ciento restante de los recursos que las compañías obtuvieron para financiarse proviene de los proveedores, de la banca de desarrollo y de las filiales o matrices.
Es innegable que un país como el nuestro requiere de una banca privada que otorgue servicios financieros confiables y accesibles, que alienten las actividades productivas y que incentiven, con ello, la creación de empleos, el desarrollo de la economía y el mercado internos y el asentamiento de bases sólidas para un crecimiento sostenido. En el caso de México, sin embargo, estas condiciones sencillamente no se cumplen; por el contrario y en términos generales, la banca que opera en el país, reprivatizada durante el gobierno de Carlos Salinas y entregada a un grupo de banqueros temporales, saneada posteriormente con cargo al erario y revendida –la mayor parte– a grandes corporaciones extranjeras –en algunos casos sin pagar un solo centavo de impuestos–, ha resultado por demás onerosa para el conjunto de la población: al día de hoy, el Estado mexicano subsidia, de forma inverosímil, a consorcios financieros estadunidenses, europeos y asiáticos a través de los bonos del Fobaproa-IPAB.
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