Carlos Monsiváis
A las emociones del 5 de julio próximo llegará, sin brío pero con el regocijo de los beneficiados del sorteo de las ruinas, un grupo de lo que no es en rigor clase alguna pero a la que para aislarla del resto se llama “clase política”. El desinterés, las decepciones, la certeza de contemplar a los que nada representan como los representantes por antonomasia caracterizan estas campañas. Es natural que se desconozca la índole de la mayoría de los candidatos; es previsible que la ausencia de trayectorias significativas provenga de las demoliciones de los partidos; es triste ver la ausencia de proyectos, análisis críticos, puntos de vista articulados; es al menos melancólico observar cómo la mercadotecnia se ostenta, sin que nadie la contradiga, como el único sentido de la política.
¿Qué es el imaginario político que se observa en esta contienda por redefinir a la ineptitud, al cinismo y a los costosos ejercicios de las campañas de odio? Si ya las creencias no participan (la derecha no puede hablar de sus convicciones luego de mostrar su desprecio por la mínima actitud ética), todo queda concentrado en las actitudes en torno a la obtención, el uso, la retención o la pérdida del poder. Por abrupta, mi definición no es siquiera un atisbo, pero este es un artículo y no una tesis de posgrado sobre la resistencia de la pureza revolucionaria al ejercicio del voto. (En Cuba se prohíben votar en sentido contrario y es, nos dice “la izquierda” autoritaria ya enemiga del voto en México, la mayor revolución democrática de todo el siglo XXI.)
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