Sara Lovera
MÉXICO, D.F., 2 de octubre (apro).- Una violación o su simulacro une la esfera política con los miedos que existen en la vida cotidiana.
Ximena, Marina y Lulú rememoran su experiencia en el 68. Lo hacen en una reunión de un pequeño grupo y con las mujeres de Atenco, que estuvieron presas.
Forman parte del Colectivo el Legado de las Mariposas (2006 La Jornada), donde también participan las presas y perseguidas durante la guerra sucia.
Mariana reconoció que es precisamente la ambigüedad entre ambos aspectos: la política, su represión, y la condición de las mujeres en la vida cotidiana lo que dificulta la comprensión de lo que hoy se conoce como violencia de género, sobre todo la de muchos integrantes de los movimiento sociales que no lo pueden entender. Que lo banalizan.
Cuarenta años después de la brutal represión de un segmento de mi generación, de las y los estudiantes, de esa terrible experiencia de Tlatelolco, se me llena de hiel el alma, al ratificar la sospecha.
Me pasa todavía. A veces, sin proponérmelo, retumba en mi memoria el silbido de las balas. Oigo como un eco la caída sistemática de las gotas que resbalan de un tinaco de agua horadado por las balas o el rumor nocturno de las carreras de mis camaradas, y veo en mi recuerdo todos los zapatos que quedaron regados en la plaza.
Lo peor es la imagen fugaz y profunda: la cara sudada y feroz de un hombre vestido de militar. Y el miedo. Ahí estaba tirada boca abajo entre periodistas en el edificio Chihuahua. Y vi un par de heridos. Y sólo tenía miedo de perder la vida.
Y, entonces, regresa a la memoria, el militar, el detalle del guante blanco, las carreras y el sonido del ulular de las ambulancias, un silencio en eco se difumina en la mente.
Pero ese dolor es social, colectivo, es saber que nunca se supo cuántos y cuántas cayeron, cuántas y cuantos se fueron a la guerrilla, a las islas del campus de la UNAM a fumar mariguana; cuántas y cuántos se fueron a hacer el amor y no la guerra y crearon sus colectivos.
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