Porfirio Muñoz Ledo
Enternece en fin la mirada hacia lo alto de aquellos que casi todo lo esperan de Obama
Cuando nos reunimos por primera vez los dirigentes de los partidos socialdemócratas de Europa y América Latina en 1976 soplaba el viento en favor de un nuevo orden económico internacional. Las Naciones Unidas habían asumido por unanimidad la tarea de diseñarlo, los movimientos progresistas iban al alza y se había establecido una relación paritaria entre el norte y el sur.
Willy Brandt tomaría la responsabilidad de animar el diálogo entre países de ambas esferas. Presentaría su célebre informe y en pocos años se desplegaría el pensamiento socialista en torno a temas cruciales como el medio ambiente (Gro Harlem Brundtland), el desarme y el desarrollo (Olof Palme) y el desafío de la globalidad (Mike Manley) —en el que tuve el honor de participar—, junto con una propuesta de solución equitativa al problema de la deuda externa.
El vuelco histórico derivado de la imposición de los dogmas neoliberales cegó ese florecimiento conceptual y obligó al repliegue paulatino de los gobiernos surgidos de la izquierda. La caída del muro de Berlín generó más tarde una resaca moral por pecados no cometidos y de los partos electorales nacieron modalidades diversas del socialismo “moderado”, colaboracionistas en lo esencial de la derecha.
Los parámetros ideológicos que cimentaron la “fortaleza europea” terminaron engarrotando el músculo y esterilizando la imaginación de los partidos progresistas. El pensamiento radical fue condenado por espanta-votos y hubo de migrar a los territorios del altermundismo. Sólo los países del sur que no se rindieron y preservaron políticas autónomas, lograron la emergencia de sus estados, sus economías y sus izquierdas.
El Consejo de la Internacional Socialista de Puerto Vallarta —primero después de la crisis— era ocasión inmejorable para esbozar un nuevo programa. A más de la glosa de los trabajos de la comisión Stiglitz —recién creada en Viena—, no afloraron ideas originales, correspondientes al cambio de época que se pregona. No pocos lamentaron la ausencia de China, India y Brasil, que no alinean en las filas socialdemócratas.
Tal vez por ello las voces más claras hayan sido europeas y prevalecido generalmente entre los nuestros el atajo demagógico, el reflejo imitativo o la actitud mendicante. Retengo de George Papandreou la denuncia del síndrome apagafuegos que inspira al Grupo de los 20 y la necesidad de una distinta correlación de fuerzas par edificar una nueva arquitectura política mundial. Sobre todo, su llamado al surgimiento de una juventud que pueda llamarse en verdad socialista.
En el juego de equilibrios entre los países desarrollados apenas asoma el fantasma estructural de la desigualdad. Difícilmente se reconocen sus causas en el carácter sistémico de la explotación del trabajo, amplificada por los privilegios de la economía financiera. Tan sólo escuché a Massimo D’Alema referirse al derrumbe del salario y a la utilidad de releer a Carlos Marx.
Sorprende la liviandad de quienes aseguran que el pensamiento socialdemócrata está “de moda”, cuando hace rato sucumbió como propuesta transformadora. Más la de quienes sostienen que la crisis significa una “victoria” de la izquierda, cuando el desastre se perpetró justamente por su derrota. Enternece en fin la mirada hacia lo alto de aquellos que casi todo lo esperan de Barack Obama.
La tesis es simple: las raíces familiares, la personalidad política y el apoyo internacional de que gozó durante el proceso lo convierten en un “líder global”. Ninguna reflexión sobre las enormes limitantes internas al accionar efectivo del nuevo presidente. Tampoco se repara en que su mandato y su deber lo comprometen con el pueblo estadounidense, y no con otros, por más humanista que fuese.
Una suerte de neopaternalismo: la reedición de la Cabaña del Tío Tom —aunque étnicamente invertida— como adormecedor de las conciencias débiles. No se mide la magnitud del cambio político que se requiere para inaugurar en los hechos una nueva etapa de la historia humana. Menos de su periodo de maduración y de la penuria de proyectos capaces de generar transformaciones de gran calado.
Debiéramos comenzar por deslindar los campos y convocar a los países que objetivamente tenemos problemas semejantes. Afinar la creatividad, reorganizar al mundo en desarrollo y movilizar a sus sociedades. Relanzar el diálogo norte-sur en vez de seguir amamantándonos con ideas prestadas. Olvidar la asimétrica cartografía de la OCDE y recordar que, entre los 20 escogidos, la mitad somos meridionales.
Esa sería una posición congruente con la tradición socialista, cuya matriz no es otra que la lucha de clases. O si se quiere, con la implacable dialéctica de los contrarios.
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