domingo, 16 de noviembre de 2008
Para acabar con la crisis
Jorge Moch
Para acabar con la crisis, para erradicar el miedo, botar el espectro de la angustia, esfumar el fantasma de la incertidumbre entre tantos de nosotros que no sabemos si pasado mañana todavía vamos a tener trabajo, si vamos a ser capaces de poner sobre la mesa una comida más o menos sana y nutritiva, si vamos a poder seguir pagando luz, teléfono, gas, colegiaturas, uniformes, libros o medicinas; para patear todos esos duendes pavorosos por la puerta de la cocina y recuperar –los pocos que alguna vez la conocieron– la tranquilidad del hogar, la paz sencilla y cotidiana de no tener que estarse mordiendo las uñas, porque la economía personal, familiar y nacional, la sociedad toda, parece caminar sobre la cuerda floja y allá abajo un foso de fauces abiertas, de cocodrilos hambrientos, de acreedores vocingleros –sobre todo bancarios– y demás bichos ávidos de carne y carroña; pero para acabar con todo ese sufrimiento, decía, basta apenas con mover la falange, apretar un botón y prender la tele. Basta prenderla y casi de inmediato, porque los repiten hasta la náusea, ver uno de los anuncios de Televisa, ésos en los que salen a cuadro los artistas exclusivos de esa empresa diciéndonos, con ojos entornados y engolando la voz para sonar y parecer solidarios, que órale mexicano, tú nunca te arrugas, tú aguantas, tú prácticamente siempre te has chingado en silencio. Allí actorcitos muy menores –que desde luego a ojos de todo el circo farandulero que los acompaña son magníficos histriones, aunque en realidad sus actuaciones son peripatéticas: galanes machos, el chistoso de la novela, el cura bonachón o la doncella virtuosa a pesar de tantos reveses del destino, que esconden aburridos, repetitivos libretos– y también a conductoras vulgares y cantantillas también muy menores, a las que se ha inflado por años con el aire caliente de la mercadotecnia y la ignorancia de la gente, el maquillaje, el silicón y el escándalo, los vemos, decía, enderezándonos el doble filo de un discurso domesticador de posibles iras colectivas, de previsibles encabronamientos de millones de habitantes de este país de pobres entre los que flotan, como islas vergonzantes, unas cuantas inconmensurables fortunas –como las de los dueños, precisamente, de las televisoras– que llenan de oprobio esta nación, imaginariamente sustentada en un acta constitucional redactada con mucha decencia, pero mancillada todos los días por aquellos que supuestamente están allí para hacerla valer, ensuciada con la corrupción rampante y la miseria extrema, la serpiente que se muerde la cola para encarnar el círculo vicioso: riqueza mal distribuida, ostracismo social, viejo racismo, delincuencia, miseria extrema y así siempre. Muchos mexicanos, y nos contamos por millones, no conocemos otro México que no sea el de las muchas crisis que son una sola, con sus personajitos de ocasión, sus pelelitos como ahora, sus caricaturas de servidor público de mandíbula siempre fuerte y babeante como ahora, de presuntos adalides sociales, funcionarios de impecable corbata, grandes empresarios, grandes dignatarios eclesiales que no son sino una recua perversa de ladrones, de vividores siempre ambiciosos de poder y sobre todo de dinero, de mucho dinero, sea el que sea el método para obtenerlo y seguirse llenando las inmensas barrigas bancarias: llenándole a la gente la panza y la cabeza de mierda empaquetada en bolsitas de colores o en relicarios, construyendo, aprovechándose de la necesidad de la gente, de su indefensión en los hechos,
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arquera