Carlos Monsiváis
Nota de la semana
Si algo se transparenta desde 1994 son las evidencias del racismo en México. Ser indio —pertenecer a comunidades a las que así se identifica por prácticas endogámicas, idioma muy minoritario y costumbres “premodernas”— es participar de la perpetua desventaja, de la segregación que “promueve” el aspecto.
Los que niegan el racismo suelen alegar, o solían alegar, el ascenso social de personas con rasgos indígenas muy acusados, pero ninguno de estos indios-a-simple-vista es hoy secretario de Estado, gobernador, político destacado, empresario de primera o simplemente celebridad. (Una excepción, y qué excepción: Mario Marín, el góber precioso que ya con eso “blanqueó” su apariencia.) Esto, para ya no hablar de las indígenas. En su novela Invisible Man, Ralph Ellison describe cómo el prejuicio sobre el color de la piel borra lo singular de las personas, las despoja de su imagen, las deshumaniza. Lo que vuelve indistinguible a un negro de otro negro es el desprecio que la sociedad racista les profesa. Algo semejante sucede desde la Conquista con los indios de México.
¿Por qué no? Ya se sabe: son primitivos, desconocen la maravilla de los libros (al igual que la mayoría de los racistas), son paganos aunque finjan de la catolicidad sin mezclas y se les considera eternos menores de edad, como lo ratifican las instituciones (apenas en 2003 se cancela el Instituto Nacional Indigenista, INI, “tutor” de millones de personas). De acuerdo a este criterio, no se les margina: han nacido fuera y su actitud pasiva sólo confirma su lejanía.
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