Vicente Fox no era un imbécil; se hacia el imbécil. Sus gracejadas, sus dislates pretendían enmascarar, diluir ante la opinión pública, la oscura obsesión por el poder que guiaba sus pasos. Felipe Calderón, por su parte, no es sólo un hombre, como tantos otros, que responde visceralmente ante las criticas y que, por su “mecha corta”, como dicen muchos, no duda en lanzarse o en lanzar a otros, con todo el respaldo del Estado, a atacar y descalificar ferozmente a aquellos que se atreven a decir que el país no marcha –como él sostiene– hacia buen puerto. En ambos casos, los rasgos distintivos de carácter por el que se les conoce y a veces justifica –en uno la locura, en otro el temperamento explosivo– son sólo la máscara que oculta su verdadero rostro y un eficiente y singular método de proselitismo.
Uno torpe y campechano; el otro duro y temperamental, la verdad es que la de ambos es una convicción democrática muy volátil por decir lo menos y tanto que al nada más aparecer las urnas en el horizonte se despojan impúdicamente de ese disfraz y sale a flote su verdadera vocación autoritaria. Nada más sagrado para ellos que la permanencia en el poder aunque para garantizarla se deba, como en el caso de los comicios del 2006, violar la ley o como ahora cerrar los ojos y la boca –so pena de que te cuelguen el sambenito de catastrofista– ante una crisis económica y una situación de descomposición social, cuyas consecuencias devastadoras apenas comienzan a sentirse.
Leer Nota AQUI