Pedro Miguel, La Jornada
Todos los efectos especiales imaginables, toda la capacidad histriónica del Estado, fueron puestos en juego a partir del 2 de julio de 2006 para imponer la percepción del juego limpio, la imagen de la honestidad, el valor (aspiracional, por supuesto) de la democracia. Simular un triunfo electoral, robar una Presidencia, reprimir a quien se opusiera a la toma de posesión: no fue casual el dislate de poner la banda presidencial, literalmente, en una manu militari ni las primeras decisiones calderónicas de sacar los Ejércitos a las calles y de colocar, en el palacio de Cobián, a un conocido apapachador de torturadores. En aquel momento el grupo en el poder simuló y robó, pero se quedó con las ganas de reprimir a una ciudadanía indignada, sí, pero no tonta, que supo encontrar en los cauces pacíficos el camino de su resistencia.
El siguiente capítulo fue simular algún interés por un aspecto específico del estado de derecho –roto desde Fox, o desde mucho antes–, robar cámara con operativos espectaculares que alarmaron más que reconfortaron a la sociedad en general, pero que no intimidaron a los narcos, y reprimir al sector no alineado de la delincuencia. No usemos la palabra “catástrofe” para no incomodar a Calderón, pero el resultado de su empeño es de los que no pueden (di)simularse: las funerarias, junto con los negocios de los clanes Mouriño y Zavala, son de las pocas empresas (ah, sí: junto con Repsol,
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