Ángel Guerra Cabrera
Al arribar a su décimo aniversario, la revolución bolivariana es ya uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia latinoamericana. El caracazo (1992) anunció el repudio de los pueblos latinocaribeños al neoliberalismo y seis años más tarde encarnó en Hugo Chávez y su proyecto político de honda raíz popular, revolucionaria y latinoamericanista que expresaba las aspiraciones de aquéllos.
La elección de Chávez por una ola popular capaz de vencer los obstáculos que le interpusieron Washington y la oligarquía confirmaba la crisis terminal del régimen de exclusión de las grandes mayorías, que exigía una refundación del Estado venezolano. Con ese propósito el presidente convocó a una Asamblea Constituyente y, al revés de lo que ocurría en América Latina con la excepción de Cuba, rompió radicalmente con el dogma neoliberal al depositar en la voluntad del pueblo, y no en el mercado y en poderes extranacionales, la decisión de su destino. En la nueva Constitución correspondía a la soberanía popular, y no a instituciones como el Banco Mundial, decidir la política económica. El Estado y no las trasnacionales controlarían los hidrocarburos y demás recursos naturales. Principios fundamentales de la democracia más radical estableciendo la consulta al pueblo de las principales decisiones quedaban codificados en la nueva Carta Magna, así como la vocación bolivariana y latinoamericanista del Estado venezolano. Consagraba el derecho de todos a la educación y la salud gratuitas, al trabajo, la vivienda, y a una vida digna; de las mujeres a la igualdad social y por primera vez en el continente reconocía plenamente los derechos de los pueblos indígenas.
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