Carlos Cordero
Las religiones y las bolsas de valores tienen algo en común: prometen y venden lo que no existe. En ese sentido, las operaciones bursátiles también son una cuestión de fe, al menos para los tontos y desinformados. Por eso cuando las bolsas quiebran significa que la realidad se ha impuesto y que, tras toda la faramalla y mercadotecnia, no hay nada que respalde esas ficciones.
En el caso de las acciones bursátiles, éstas no tienen una verdadera producción económica que las respalde; por ello, valen mientras dura el engaño. Son talismanes con que los bobos, los que no saben trabajar y los vivales –esos bloferos que egresan de las grandes escuelas de economía- piensan enriquecerse de la noche a la mañana. Pero, igual que en la política (ese otro gran negocio contemporáneo), únicamente quienes son parte del poder, la corrupción y la mentira logran sus fines.
Con la quiebra financiera toda sociedad se plantea una disyuntiva: permitir que los granujas se salgan con la suya o poner un alto definitivo a los engañabobos. Lo primero implica aceptar que el Gobierno los rescate con un borrón y cuenta nueva, cargando los costos a los contribuyentes. Pero eso demuestra la existencia de malos gobernantes que hacen pagar a la mayoría la culpa de unos cuántos, echando dinero bueno al malo y dañando el patrimonio colectivo. Y que, en vez de apoyar la economía real representada por los micro, pequeños y medianos productores y empresarios, determinan –sin consultar al pueblo- apoyar la economía ficción y los negocios de saliva, lo que resulta una completa estupidez o un robo descarado e impune a las arcas de la nación y del mundo.
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