Luis Linares Zapata
Las ofensas contra los mexicanos cometidas por sus elites, en especial la política, son incontables y de gran calado. Las llevadas a cabo por sus empresarios, clérigos o policías no son de menor estirpe, pero no se tocan ahora por falta de espacio. En ninguna de ellas, el responsable ha asumido su culpabilidad y, menos, aún, solicitado el necesario perdón. Trátese de una matanza colectiva (acaso genocidio) como la efectuada en la Plaza de las Tres Culturas (68) o de un atropello a la vida democrática del país, como sucedió en 1988 y 2006 al trampearse groseramente la elección presidencial.
Ninguno de los mandatarios en turno (del 64 a la fecha), que abusaron de su poder incurrieron en ilícitos rampantes o desviaron, por intereses espurios, los asuntos públicos, han salido ante la ciudadanía para reconocer sus culpas, omisiones o fracasos.
Todos, sin excepción, han adoptado actitudes que van, de la arrogante soberbia del individuo que se siente intocable, (como Gustavo Díaz Ordaz cuando se hizo cargo de toda la faena criminal sin externar remordimiento alguno) hasta el disfraz financiero (defensa de los cuentahabientes del sistema bancario) tal como hizo Ernesto Zedillo con motivo de la quiebra de 1994. Al contrario, este personaje, ahora empleado de trasnacionales, se vanagloria del saqueo ejercido contra los bienes del pueblo.
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