Rosario Ibarra
Abril, radiante abril, esplendoroso abril, que haces brillar en mi mente los recuerdos gozosos de mi feliz infancia, de mi alegre juventud y de los años apacibles que colmaron de dicha mi vida al lado de mis seres queridos… pero también oscuro abril, tenebroso mes, que trueca los recuerdos gozosos en imágenes imborrables de dolor y de pena.
Esta semana a la que llaman santa, de ocio obligatorio para muchos (entre los que estoy incluida), viajé a mi tierra norteña, a la última ciudad en la que estuvo mi hogar y en la que viven mis hijos y mis nietos: Monterrey. Digo última, porque nací en Saltillo y muy pequeña aún llegué a Chihuahua con mi hermano y mis padres, y allí nació mi hermana menor. Poquitos años más tarde, en Monterrey vi pasar esos años apacibles y dichosos de los que antes escribí.
Aquí en Monterrey, en donde siento el gozo de estar con mis dos hijas, con mi hijo menor y con mis nietos… en este mes, en este abril radiante y esplendoroso, junto al tesoro feliz que guardo en la memoria, se aposenta de pronto el recuerdo de la felonía, del zarpazo brutal que sufrimos todos, cuando el gobierno del sátrapa Echeverría, el 18 de abril de 1975, se llevó a mi hijo Jesús a sus cárceles clandestinas, como lo hizo con cientos de hombres y mujeres en todo el suelo patrio mientras duró su mandato. Y heredó la idea de esa práctica infame, la desaparición forzada (crimen de lesa humanidad), a todos los priístas que pasaron por la Presidencia de la República
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