Amar a Dios en tierra de narcos...
ALBERTO NáJAR Y MARCELA TURATI
Ante los crímenes, secuestros y extorsiones perpetrados por narcotraficantes en México, la población más vulnerable seacerca a sacerdotes y obispos a pedir ayuda. Cuando algunos de los religiosos reclaman
justicia desde el púlpito, emiten cartas pastorales llamando a organizarse contra las mafias o acompañan a las víctimas a poner denuncias, suelen recibir mensajes intimidatorios, amenazas de muerte y hasta golpizas, al punto de que a veces deben ser cambiados de diócesis.
En el sureste son Los Zetas. En el norte, el cártel de Juárez. En la costa del Pacífico, la Federación de Sinaloa. Por todos los rumbos de México, del estado de Chihuahua a la frontera con Guatemala, los narcotraficantes amenazan a religiosos que apoyan o defienden los derechos de la población vulnerable ante los actos criminales, por lo que varios eclesiásticos han tenido que cambiar de diócesis.
Se trata de sacerdotes que acompañan a víctimas de la violencia a exigir justicia; de arzobispos que en sus homilías recomiendan a los padres de familia evitar que sus hijos se hagan narcotraficantes; de curas y monjas que escuchan a personas que sufrieron secuestro, extorsiones o asesinatos de familiares, así como de obispos que externan la idea de que sus fieles se organicen para poner un cerco a las mafias.
El director de la Casa del Migrante de Tenosique, Tabasco, fray Blas Alvarado Jiménez, desde hace meses recibe amenazas de Los Zetas, quienes controlan las vías del ferrocarril, cobran derecho de piso a coyotes, reclutan a pandillas para vigilar cargamentos y hasta exigen cuotas a fabricantes de juegos pirotécnicos.
“Los Zetas, aparte de manejar el tráfico de armas, de drogas y el secuestro, ahora están en el comercio de personas”, explica el religioso. Su negocio más reciente es la extorsión de indocumentados, a quienes los traficantes secuestran para exigir rescate, e incluso cobran por el derecho de esperar el paso del tren junto a las vías. Quienes no tienen dinero ni familiares que los respalden, son entregados al Instituto Nacional de Migración (INM) para que sean deportados.
Lo más curioso, continúa, es que los agentes de Migración obedecen sin chistar las instrucciones de los narcotraficantes. “Están involucrados, simple y sencillamente. Y si no, por lo menos son empleados de este grupo delictivo que pone a temblar a unos y a otros”.
Hace varios meses, fray Blas denunció ese contubernio ante un grupo de diputados federales que visitó la zona. Fue claro: En el sureste mexicano, dijo, los narcotraficantes rebasaron a las autoridades.
La respuesta de Los Zetas llegó pronto, cuando un feligrés le comunicó que un grupo de narcos le indicaron: “Diles a tus curitas que también los tenemos en cartera”.
Hasta ahora, fray Blas sigue en Tenosique porque, afirma, los delincuentes saben que su asesinato atraería reflectores internacionales y eso les arruinaría el negocio, pues saldrían a la luz pública la corrupción y la protección que las autoridades locales brindan al grupo armado.
Un frágil seguro de vida, ya que, comenta fray Blas, “no se han metido con nosotros de manera directa, pero cuando nuestra voz sea escuchada y se actúe contra ellos, estaríamos mucho más en riesgo”.
Narcos y judiciales
En Ixtepec, Oaxaca, el responsable de la Pastoral de Movilidad Humana, sacerdote Alejandro Solalinde, está amenazado de muerte desde que en mayo de 2007 denunció que algunos indocumentados hallaron un cargamento de droga en el tren donde viajaban.
A raíz de esa notificación, un grupo de soldados y agentes del INM bajaron costales de cocaína y mariguana frente a la Casa del Migrante, fundada por el propio Solalinde. Un par de semanas después, varios vecinos, azuzados por “personas muy conocidas acá que están en el narcomenudeo”, trataron de quemar el albergue cuando el sacerdote se encontraba dentro.
En el Istmo de Oaxaca operan células de Los Zetas que controlan el trasiego de drogas y personas, extorsionan a comerciantes y empresarios, secuestran indocumentados o participan en abusos sexuales.
Un caso se produjo en noviembre de 2008, cuando, en Ixtepec, 12 mujeres centroamericanas fueron plagiadas por un grupo vinculado a Los Zetas. En el ataque, señala el sacerdote, participaron agentes judiciales.
Solalinde ha presentado al menos 28 denuncias por ese tipo de hechos, pero ninguna ha prosperado. Mientras tanto, el hostigamiento sigue y, a principios de este año, un vendedor de drogas al menudeo intentó comprar un terreno adyacente a la Casa del Migrante.
“Eran personas vinculadas al narcotráfico, a la banda de secuestradores, a esa mafia tan grande”, señala el sacerdote. “Nos preocupó muchísimo que serían nuestros vecinos. Imagínese, iban a tener en los migrantes a clientes cautivos.”
El religioso consiguió dinero para comprar el terreno y, como en otros casos, la respuesta fue una amenaza. “Llegó un señor que me parece es de Guatemala –se llama Agustín– y me dijo: me da mucha pena, padre, pero los judiciales de Ixtepec dicen que lo van a matar”.
Y no se trata sólo de dichos, pues en enero de este año el periódico Reforma dio a conocer que, en el municipio oaxaqueño de Ejutla de Crespo, el sacerdote Juan Loera Pineda recibió una golpiza, hasta quedar inconsciente, por haberse pronunciado contra el narcotráfico.
Mientras tanto, en el norte del país, religiosas de Nuevo Laredo que auxilian a indocumentados han reducido al máximo sus actividades por amenazas de polleros protegidos por Los Zetas. Los pateros (como se conoce en Tamaulipas a los traficantes de personas) se quejan porque se les impide ingresar a los albergues de la Iglesia en la ciudad.
Así mismo, en Zacatecas, el párroco de Santiago Apóstol pidió a los feligreses impedir que sus hijos se involucren con narcotraficantes, y en respuesta fue amenazado de muerte. Sus superiores lo cambiaron de sede.
Más al norte, en Parral, Chihuahua, el obispo José Andrés Corral prohibió a los sacerdotes de la diócesis oficiar en funerales “de aquellos que notoria y abiertamente son parte del crimen”.
En esa entidad un cura de Cuauhtémoc y otro de Batopilas tuvieron que ser removidos de sus parroquias; uno por denunciar las actividades ilícitas de los narcotraficantes, y el otro por haber sido elegido para entregar el rescate de un secuestro y haber visto la cara de los plagiarios.
Al noroeste del país, la Diócesis de Culiacán patrocinó una campaña por televisión para contrarrestar la escalada de violencia desatada por la guerra entre el cártel de Sinaloa y los hermanos Beltrán Leyva.
Igualmente, el arzobispo de Durango, Héctor González Martínez, ha aconsejado a los jóvenes alejarse del narcotráfico, y su arquidiócesis lanzó la Exhortación pastoral por la salud y la vida en la que insta a narcotraficantes y secuestradores a dejar esas actividades.
“Por cada hombre que maten pueden pensar, escuchar el reclamo de Dios que les dice como a Caín: ¿dónde está tu hermano?... Es, pues, un gran pecado contra la moral social provocar la inseguridad pública y la violencia con ataques directos a personas o alterando el orden con fintas, escaramuzas, correos electrónicos, balaceras y ejecuciones. También es pecado mirar a Durango como tierra de nadie o disponible para quien la quiera tomar”, se lee en el documento.
Del discurso a la acción
En junio de 2005, los obispos de la región pastoral Noreste presentaron el documento Narcotráfico y violencia social, en el que señalan los efectos “demoledores” de los enervantes, del lavado de dinero y del tráfico de armas, además de denunciar las ejecuciones, los levantones, los secuestros y las irrupciones en domicilios particulares.
“Solamente la conversión a Dios nos lleva a tener conciencia de las consecuencias graves que tiene la colaboración con el narcotráfico, sea por acción o por omisión. Por acción colaboran quienes producen las drogas, quienes las transportan, quienes las distribuyen, quienes las consumen, quienes lavan el dinero producto del narco, quienes en el ejercicio de la autoridad impunemente permiten que se realicen todos esos actos. Por omisión son cómplices quienes no denuncian y quienes teniendo la responsabilidad de aplicar la ley, no lo hacen”, dice el documento, firmado por el arzobispo y los obispos auxiliares de Monterrey, así como por los obispos de Linares, Saltillo, Piedras Negras, Nuevo Laredo, Ciudad Victoria, Tampico, Ciudad Valles y Matamoros.
En diciembre de 2008, la Comisión Episcopal de Pastoral Social (CEPS) presentó el documento El anhelo de la paz, la vida digna y los derechos humanos, en el que se habla de la necesidad de combatir la impunidad, la corrupción, la inseguridad social y las deficiencias del sistema de seguridad pública.
“El diagnóstico (de la CEPS) es que la violencia tiene causas sociales (…) y el Estado, a través del gobierno, tiene deber de atenderlas y no se atienden con la fuerza requerida”, explica el religioso Miguel Concha, superior de los dominicos.
La misma comisión, integrada por nueve obispos, invitó al cura italiano Luigi Ciotti –representante de Líbera, que reúne a mil 500 asociaciones y redes ciudadanas opuestas a mafias como La Cosa Nostra, La Camorra o La Ndrangheta– para exponer cómo participan los italianos en la lucha antimafia.
“El cristiano no puede ser espectador de la historia; al contrario, debe asumir sus responsabilidades frente a lo que sucede. Es bueno que la Iglesia se interese en estos temas. Es bueno también que se produzcan documentos, pero los compromisos no pueden quedarse sólo en el papel, deben traducirse en la realidad”, dijo Ciotti al ser entrevistado por La Jornada al salir de la reunión.
Uno de los asistentes fue el obispo Raúl Vera, de la Diócesis de Saltillo, quien comentó a Proceso: “Toda la gente tiene un familiar cercano o un conocido que ha sido víctima de alguna acción del narcotráfico. Y si nuestras estructuras pastorales funcionan, hay modo de generar sinergia con grupos de la sociedad civil. Así como nos organizamos para la defensa de los derechos humanos, tenemos que hacer un proceso para la defensa contra la violencia, pero incidiendo con las autoridades”.
Explicó que en el encuentro con Ciotti estuvo un grupo “no muy amplio” de representantes de varias diócesis, quienes concluyeron que deben hacer funcionar las estructuras pastorales para respaldar las iniciativas ciudadanas antimafia y exigir a las autoridades que se perfeccione la impartición de justicia y acabar con la impunidad.
“La Iglesia tiene que fortalecer sus cuadros pastorales. Existe esa experiencia en Italia. Desde la Iglesia se ha generado todo un proceso de reconstitución. Son proyectos donde están comprometidas las bases sociales y han logrado iniciativas de ley. Por ejemplo, una consiste en que el dinero confiscado al narcotráfico se aplique a programas sociales”, señaló.
Hacia la organización
En el trabajo de base realizado en zonas sometidas a la guerra entre cárteles o militarizadas, varios sacerdotes y religiosas han tenido que improvisar diferentes maneras de acompañar a sus feligreses.
El jesuita Javier Ávila, por ejemplo, no ha dejado de exigir justicia junto a las familias de las víctimas desde el 16 de agosto de 2008, cuando en la sierra Tarahumara fueron hallados los cadáveres de 13 parroquianos, la mayoría veinteañeros.
El día de la matanza él avisó a las autoridades de lo ocurrido, casi fungió como ministerio público por falta de funcionarios, coordinó el traslado de los cadáveres y ha protestado junto a las familias porque los asesinos andan sueltos y porque el gobierno no ha explicado por qué no había policías el día de la matanza.
El sacerdote Ávila, quien lleva 33 años en la sierra Tarahumara, manifestó: “Antes se sabía (de cultivos de enervantes) por rumores. Todo mundo se callaba. Un día, en Guadalupe y Calvo, (el obispo José) Llaguno y yo dimos una misa porque habían matado a alguien y escuché que la señora gritaba: ‘¿Por qué lo mataron si ya había pagado su cuota?’.
“Hace 20 años se aplicó aquí la Operación Marte. Los soldados empezaron a golpear, torturar, perseguir, asustar, meter miedo, y fundamos Cosyddhac (para levantar las denuncias por violaciones a los derechos humanos). Las siembras se ampliaban; más gente se metía en eso, y hubo quien me dijo: ‘Ay, padre, este año me fue muy mal con la sequía. Sembramos un pedacito para ayudarnos y llegó el Ejército. Nos quemó todo, y las siembras gruesas, que estaban adelantito de las nuestras, ni las tocaron’. Después aparecieron los grandes capos, los grandes cárteles, la lucha por los poderes, por las plazas, por ver quién manda.”
Otro sacerdote, éste de la zona baja de la Tarahumara, colindante con Sinaloa, dijo que desde la década de los cuarenta algunos sacerdotes tenían que pedir permiso a los narcos locales para atender a comunidades del barranco, y que alguno fue expulsado por indiscreto.
A veces, agregó, los curas llegan a las casas de los parroquianos y encuentran a sus familias empacando mercancía. “Yo les digo que no es bueno involucrarse porque se ponen en riesgo, pero la gente me ha dicho que los obligan bajo amenaza de quemarles sus casas o matarlos, les dan semillas apuntándoles con el arma y no les queda de otra porque llegan a supervisar. Ni les pagan. Toda la comunidad tiene miedo, pero no les queda de otra: si no se dio el maíz o frijol, tienen que emigrar a las pizcas”, explicó a la vez que pidió mantener su nombre bajo reserva.
Otro religioso que igualmente solicitó no revelar su identidad refirió que a finales del año pasado organizó un encuentro con productores del norte de Coahuila y que la misa de clausura se convirtió en una catarsis.
“De las 36 personas que había, al menos la mitad narró situaciones de extorsión, secuestro, amenazas. Los integrantes de una organización local de productores leyeron una amenaza en la que los delincuentes le exigían 150 mil pesos a uno de ellos a cambio de no hacerle nada.”
La misa duró dos horas. El celebrante dejó que todos hablaran y deshogaran la carga que llevaban, y reflexionó con ellos sobre la necesidad de impulsar salidas desde el respeto a los derechos humanos.
La conclusión colectiva fue esta: “Había que organizarnos, tomar conciencia de los hechos, dejar el miedo y apoyar a los productores a poner una denuncia; organizarnos con otras comunidades cristianas para manifestarse ante la llegada de personas extrañas a sus poblaciones; hacer talleres sobre derechos humanos y constitucionales que pueden ser violados durante la lucha contra el narco”.
De acuerdo con ese sacerdote, la jerarquía católica no está preparada para encarar la narcoviolencia, y sólo unos cuantos obispos, curas y religiosas se pondrán en la línea de fuego contra los criminales.
“Tenemos una jerarquía habituada a no acompañar al pueblo. Siempre se han echado para atrás. Harán declaraciones o análisis, pero le deben al país el impulso de una acción pastoral para enfrentar situaciones de dolor, incertidumbre, zozobra de sus integrantes, la denuncia de lo que ocurre y la defensa y protección de los derechos humanos”, remató