Felipe Calderón, ya en el cargo de presidente de la república, cuya tarea consiste en cumplir las obligaciones que como facultades le asigna la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, se ha convertido en un presidente más del montón.
Esto a pesar de contar con un expediente –hasta antes de convertirse, con deteriorada legitimidad, en inquilino de Los Pinos, y que en un juego de palabras el columnista Julio Hernández definió como Los Vinos, tiempo en que este mismo tecleador escribía el apellido del panista: Calde-rón–, de haberse formado en la oposición derechista desde casi niño al lado de su padre y hasta su autodestape en Guadalajara al cobijo del ahora defenestrado Ramírez Acuña como un hábil político conservador (pero fiestero, dado a las bohemias con sus amigos, para cantar, charlar y beber).
Ha resultado ser un presidente del montón a partir de su difícil y escandalosa toma de posesión, impugnado por las izquierdas tras su pírrica y cuestionada victoria, más que en las urnas, en el Instituto Federal Electoral, el Tribunal Federal Electoral y por el no ejercicio de las facultades de la Suprema Corte para “practicar de oficio la averiguación de algún hecho o hechos que constituyan la violación del voto público” (artículo 97 constitucional). Parece haber llegado a un nivel de incompetencia que unos califican de miedo a gobernar y que, más bien, es no saber hacerlo: cada vez más se mete en callejones sin salida… o sin más salida que la constitucional: renunciar por causa grave (artículo 86).
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