Plan B
Caminamos por la isla de Holbox, Quintana Roo. Entro a la tienda de Elena, en el zócalo montan un templete. ¿Van a hacer concierto?, pregunto. “No”, sonríe Elena, “viene el gobernador quezque a hablar de la influenza esa, como si fuéramos a creerle”. “¿Usted qué piensa que les dirá?”, pregunto. “Todos los años aquí en los pueblos mayas mucha gente muere porque no tiene medicinas, no sé por qué hacen como si les importara ahora”, responde. Por la playa un hombre platicador nos vende helados de pitahaya y coco. Con el sol a plomo cuenta que nació en Solferino, comían pájaro de monte y cerdo salvaje. Sacaban caracol, sólo el que podían comer, y el mar les daba pescado. Hoy viven del turismo. “El Presidente dice que los mexicanos somos peligrosos porque se murieron 16 personas de una epidemia. Ya mató al turismo para todo el año. Que Dios nos proteja”, dice limpiándose el sudor.
Escucho a estas mujeres y hombres que han trabajado desde niños para subsistir; su sabiduría les permite entender más de lo que los políticos creen. Viene a mi mente el rostro de Agustín Carstens, cuando anunció que ante el cierre de negocios por la epidemia, se pensarán incentivos económicos para las empresas que perderían dinero. ¿Y Elena y Manuel? Ni el secretario de Hacienda ni el del Trabajo, sentados en aquella conferencia de prensa, mencionaron el impacto brutal que esta medida tendría para millones de obreros y trabajadoras del turismo, para quienes viven al día y para quienes “disfrutar este aislamiento como unas vacaciones con la familia” es una pesadilla, porque sin sueldo diario no pueden alimentar a su familia.
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