Jorge Moch
A veces, quizá recurso del subconsciente que se hace cargo de que este gordo escribidor va con tanto mal hábito y tanto berrinche derechito al infarto, a la isquemia, a la tan temida embolia, huyo en feliz vehículo de ensoñaciones hacia bellas utopías, y una de mis favoritas es imaginar que mañana, cuando amanezca y atrape yo el control remoto, la televisión será otra, una especie de caricatura de sí misma, pero con el trasfondo crítico del sindicato de la estupidez que un día amanece resuelto a enderezar el rumbo. Sin anuncios, además.
Entonces se me ocurren programas que me gustaría ver. Qué tal que prendes la tele y el archienemigo de los políticos corruptos, Carlos Loret, esté en su noticiero matutino explicando cómo fueron aprehendidos los bribones Bribiesca, la huida de Vicente y Martuchis o que, contrito por los excesos cometidos bajo su tramposa férula, Calderón dimite y entrega el poder al verdadero ganador de las elecciones de hace dos años. Qué tal de bonito ver a Javier Alatorre condenando en un editorial demoledor la asquerosa manera en que el cardenal Rivera mantuvo por años un protector manto para cobijar a curas pederastas, y mire usted, en exclusiva, el momento en que agentes de la afi custodian a Rivera, con las esposas puestas, mientras es subido al vehículo oficial que habrá de trasladarlo a las instalaciones de la Procuraduría General de Justicia; el Vaticano, hasta ahora, no ha emitido ninguna clase de comunicado al respecto.
Qué tal Pepillo Origel, Patricia Chapoy y sus respectivos cortesanos, chismorreando el quehacer sentimental, no de cutres personajes de la farándula mexicana, sino de la mexicana política: ay, chiquis, el chisme que les traigo de Diego Fernández de Cevallos en su mansión de Punta Diamante, asoleándose… ¡en tanga!; pues no es nada, manita, junto a las fotos de Guadalupe Acosta agarrándole las pompis a Manlio Fabio, fíjense nomás…
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