domingo, 4 de enero de 2009

Episodios Nacionales - Los Zacapoaxtlas

Episodios Nacionales


I. El Chinaco

El ayudante de campo tocó y entró al aposento. El joven general chinaco se encontraba frente a un mapa de la ciudad de Puebla desplegado en una mesa. El ayudante lo oía maldecir.

"¡Carajos! ¡Ya nos llevo la chingada!" Tan concentrado estaba Zaragoza que no había oído entrar al ayudante.

"Sr. General!" dijo el ayudante saludando y cuadrándose.

"Ah, Coronel López, perdóneme la muida. Me acaban de dar parte que el arsenal en Chalchicomula exploto. No tendremos parque más que para hoy. ¿Qué novedad?"

“Mi general, con la novedad de que acaba de llegar el General Lucas y su gente.”

“¿Juan Francisco Lucas? ¿El cacique de los zacapoaxtlas? ¿Y los dejaron entrar?”

“No, que va, mi general, están afuera de la ciudad, resguardados por juchitecos de Porfirio. Los oaxaqueños les están echando el ojo. Son como 600 cabrones, mal armados, casi ninguno habla español.”

“Pos mas vale que Porfirio los vigile. Esos cabrones son rete mochos y pelearon junto con Miramón. Yo pensaba que andarían con la gente de Leonardo Marquez combatiéndonos y ayudando a los gabachos.”

“El viejo don Lucas quiere hablar con usted, mi general, quesque no son traidores y quiere unírsenos.”

“Estoy muy ocupado. No quiero hablar con ningún persignado.”

“Mi general, el viejo Lucas dice que los recomienda mi general Negrete. Ya ve ud. que ese también peleo a lado de Miramón.”

“Párale ahí, López. Negrete lo tengo ahí por órdenes del señor presidente, nada más. Pero si sigo aceptando mochos como se si no se van a voltear a la hora de los putazos?”

“Mi general, que le digo al viejo entonces?”

“Si quieren pelear por la patria pongalos…” Zaragoza se dirigió al mapa. Su dedo recorrió por sobre los fuertes de Loreto y Guadalupe y se poso en una loma unos 500 metros delante de estos. “…ponganlos aquí.”

“¿En el centro de la línea y tan avanzados y a campo raso?”

“Si. Servirán, acaso, para sangrar a los gabachos. Y si se voltean, cosa que no dudo, los tendremos bajo los cañones del Loreto.”

II. El Sexto Batallón de la Guardia Nacional


El viejo Lucas no estuvo contento. “Tu pinche general juarista cree que somos traidores a la patria, ¿verdad?”

“Son las ordenes, mi general,” contestó López tratando de apaciguar al cacique.

“Ni le busque, mi general,” dijo Porfirio Diaz acercándose al viejo. “Mejor que ni lo reciba el chinaco. No se olvida que ud. anduvo con Miramón partiéndonos la madre. Capaz que si lo ve se lo come.”

“El sexto batallón de la guardia nacional no está compuesto por traidores, mi general,” contestó Lucas todavía ofendido.

Díaz lo encaro y lo vio fijamente. “Yo lo se. Pero ya ve usted, ordenes son ordenes. ¿Que le puedo proporcionar? ¿Fusiles? ¿Parque?”

“Mi gente no sabe disparar. Tenemos dos escopetas viejas. Nos bastamos con el machete.”

“Ah pos que bueno porque casi no tengo armamento. Lo que si me sobra es sotol que trajimos del istmo. Dígale a sus muchachos que cada uno se lleve una botella.”

“Mi gente no bebe, mi general,” dijo solemnemente el cacique.

“¡Ah, que mis zacapoaxtlas!” se rió Porfirio Diaz. “Mire, mi general, usted sabe bien que cuando hirieren a la gente se pone muy sedienta. El trago los ayuda a morir sin sufrir tanto. Y si no están acostumbrados a beber, mejor, déles un trago antes de recibir a los franceses. ¡Su gente se va a enchilar! ¡Yo se lo que le digo!”

Silenciosamente, siguiendo varias banderas tricolores y un estandarte con la virgen de Guadalupe, los Zacapoaxtlas, el sexto batallón de la guardia nacional, marcharon desde los fuertes. Las miradas del resto del cuerpo de ejército de oriente los vigilaban de cerca, recelosos. El lugar indicado era una loma pelona, acaso con unas nopaleras. Al oriente el cielo se tornaba ligeramente mas claro. Entre las brumas se podía adivinar las líneas de varios volcanes. Al oriente el pico de Orizaba, al norte, La Malinche, y al occidente, todavía muy escondidos por la noche, el Popo y el Ixtla. Era la madrugada del cinco de mayo de 1862.

Lucas hizo sus disposiciones. Llamó a sus dos hijos mayores, ya hombres. “Lupe y Lencho! Uds. se ponen a mis flancos. Cada uno se lleva una bandera. Yo estaré aquí en el centro con Huicho y con la prieta.” El viejo miro al estandarte guadalupano y acaricio la frente de un chamaco como de 12 anos, su hijo menor. “Huicho será el tambor de ordenes.”

“¿Hacemos vivaque?” preguntó Lupe, el mayor.

“No, pero que se siente la gente. Descansenlos. ¡Que no se acuesten!. Si tienen totopos los pueden comer.”

“¿Les damos el trago que nos dieron los juchitecos?” inquirió Lencho.

“Esperense a que se vean venir los franceses. ¡Solo entonces!”

“Jijos, apa!” protesto Lupe. “Estamos aquí solitos! Pos que se cree ese guey?”

“¡No necesitamos naiden más! ¡De aquí no pasan los gabachos! Además, son órdenes, ¿entiendes? ¡Ordenes!”

“¿Y las soldaderas?” pregunto Lencho. Las mujeres los habían seguido fielmente y ahi estaban entre los hombres. Algunas ya habían empezado a hacer fuegos. A un par de kilómetros se veían los vivaques de los franceses.

“Mandenlas a los fuertes.”

Las mujeres se fueron, si, pero no muy contentas. “¡Esas viejas!” las amonesto Lucas. “¡Aquí no es lugar para mujeres! ¡Va a haber carnicería! Pero si nos ven correr, ¡escupannos en la cara! ¡Dios las bendiga!”

“Déjame llevarme al Huicho,” le dijo una mujer ya madura al cacique. “No quiero que me lo maten. Me dolió parirlo!”

El cacique solo sacudió la cabeza. “No, Brigida, lo necesito. Es el mejor tambor que conozco. Y ya cuando empieza el desmadre solo con el tambor oirá la gente mis ordenes.”

La mujer beso al niño y al estandarte. “Cuídamelo mi prieta!” Luego maldijo quedamente, a su marido, a los hombres, a sus guerras. No lloro. La heroica mujer sabia que iba a necesitar lagrimas para después, cuando enterrara a su gente.

III. Rossignol


El sol ya empezaba a salir en el horizonte. Un elegante oficial vestido con el uniforme de la infanterie de la ligne caminaba entre los vivaques de su gente. Vestía su uniforme de gala, con los pantalones rojos y la casaca azul y los guantes blancos característico de los egresados de St. Cyr. Sus ojos escudriñaban todos los detalles. La moral de su gente parecía excelente. Afortunadamente ya habían salido de tierra caliente y el calor era mas tolerable.

“Mon capitaine!” le saludo un viejo sargento. “Pruebe ud. este café. Es mejor que lo que crece en la Martinica!”

El capitán Rossignol sonrió y gustosamente tomo el tarro de café xalapeño que le ofrecieron. “¡Mon dieu! ¡Es excelente! ¡Que país tan maravilloso!”

“¡Y si viera ud. la fruta que hemos recogido! ¡Nunca me imagine estos manjares existían! ¡Y pensar que aquí va a ser colonia de Francia!”

“Eso tengo entendido, sargento Bremont. Finalmente esta infeliz gente tendrá orden, civilización, y progreso. Por lo pronto asegurese que la gente coma bien. Hoy va a haber fiesta.”

“La compañía esta lista, mon capitaine. Nada mas es cosa que nos de la orden. Y los mexicanos, ¿no creo que valgan mucho?”

“Si son como la gente esa que trae de guerrilla Márquez no, no lo creo. Hoy va a ser un día fácil. No creo que vayamos siquiera a ver acción. Las puras vanguardias lograran despejar el camino.”

Rossignol se dirigio hacia el centro del campamento francés. Pronto diviso al staff del general conde de Lorencez. Habia tanta charreteras y oro en los uniformes que deslumbraban. Lorencez estaba en el centro de un grupo de oficiales. Rossignol reconoció a su superior, el coronel del 99 infanterie de la ligne y a otros coroneles de los zuavos. Estos últimos eran hombres de pocas palabras, durisimos, hechos a pelear con los árabes del Rif. No esperaban ni daban cuartel.

“Capitan Rossignol!” le saludo un mexicano, ya de edad mediana, vestido de civil. Rossignol reconoció al general Juan Nepomuceno Almonte, uno de los conservadores que habían propiciado la intervención francesa. Rossignol lo saludo militarmente. Se habían hechos íntimos en el curso de las últimas semanas.


“Buenos días, señor general.”

“Gran día, ¿verdad?”

“Si señor. ¿Cree ud. que Zaragoza presentara batalla?”

El General Juan Nepomuceno Almonte, hijo del cura Morelos, había resultado ser un traidor a la patria.

“¿Con que? Tengo información que Zaragoza no tiene mucho parque. Yo creo que lo de hoy va a ser algo breve. Yo me imagino que después de un cañoneo va a abandonar la plaza.”

“Lo de hoy será nada mas para satisfacer el honor entonces?”

“Si no es que se rinden a las primeras. Mire, yo fui secretario de guerra del general Santa Anna. Conozco Puebla bien. En nuestras guerras y asonadas la hemos disputado varias veces. Mire, ¿ve esas cañadas?”

Almonte le pasó un catalejo y apuntó en dirección a Puebla.

“Si, ¿qué con ellas?”

“A través de ellas se puede entrar a la ciudad sin estar expuestas al fuego de los fuertes. Así ocurrió varias veces en nuestras guerras intestinas.”

Rossignol escudriño con cuidado. En efecto, parecía que quien atacara a través de las cañadas estaría a resguardo de la artillería de los fuertes.

“¿Está usted seguro de lo que dice?”

“Completamente, mi querido Rossignol.”

“Ciertamente que Zaragoza ha de saber eso también.”

“En efecto, pero la cuestión es que una fuerza que se meta por ahí no será desangrada por los fuertes. Ciertamente, Zaragoza estará al tanto de esto. Pero en el cuerpo a cuerpo creo que el ejercito francés seria superior, ¿no?”

“General Almonte, ¡tiene usted que hacerle saber eso al general Lorencez!”

Almonte suspiro. Ya había intentado, sin éxito, convencer a Lorencez de atacar de esa manera. “Bien, Rossignol, acompáñeme que tengo que presentar mis respetos al señor conde. Tenga usted buen día, capitán.”


Rossignol volvió a darle el saludo militar. Los modales de los mexicanos eran rebuscados, casi hasta empalagosos. Rossignol sabia que no le convenía, por rezones políticas, ofender a Almonte en manera alguna. Seguramente iba a tener buen puesto en el nuevo gobierno.

IV. El Conde de Lorencez


Lorencez lenta y cuidadosamente iba inspeccionando con un catalejo las líneas mexicanas.

“Muy impresionante, señores, no creo que los logremos sacar de esas alturas y que peleen a campo raso. Saben ustedes lo que decía Napoleón I acerca de pelear en fortalezas?”

Sus subalternos no dijeron palabra. Lorencez, bien sabían, se las daba de ser un erudito militar. Asi pues, la lección seguro seguiría y se armaron de paciencia.

“Napoleón decía que para pelear a campo raso se necesitan soldados. Para pelear en una fortaleza basta con tener solo hombres.”

“Muy cierto, señor conde,” asentó Almonte. “Las palabras de Napoleón I se probaron en Saragosa en España, ¿verdad?”

“Ah general Almonte, tiene ud. razón. Si, el sitio de Saragosa duro meses. Y los sitiados eran civiles y unos cuantos soldados mal armadas y así desafiaron a la Grand Armee. Esos españoles son valientes, nadie se los quita, aunque torpes. Por cierto, como se llama el general mexicano?”

“Se llama Zaragoza,” explicó Almonte, “es uno de los norteños que les dicen chinacos. Se la pasan arriba del caballo como los comanches.”

Lorencez sonrió con cierto nerviosismo. “Seria demasiada coincidencia, ¿no cree? Bien, la historia no tiene porque repetirse. ¡Tomaremos esos fuertes!”

“Con todo respeto, señor conde, ¿sabe ud. que se conmemora hoy?”

“Oui. Es el aniversario de la muerte de Napoleon I.”

“Si me permite una sugerencia, señor conde,” añadió Almonte.

Lorencez lo vio con algo de desdén. ¿Que iba a saber este mexicano de guerra? El dedo de Almonte recorrió el mapa desplegado en una mesa.

“No diga usted mas, general Almonte. Va a usted a insistir que nos metamos por esas cañadas como si fuéramos conejos. Es incompatible con el honor de Francia andar escondiéndose de esos fuertes.”

”En el pasado, cuando se ha tomado Puebla, se ha hecho a través de esas cañadas, señor conde.”

Lorencez no dijo más. Ignoró a Almonte y volvió a escudriñar el campo de batalla con el catalejo. “Y eso, ¿que cosa es? Allá, al frente de los fuertes, en una loma, veo un grupo de gentes. Parecen irregulares.”

Varios oficiales escudriñaron hacia donde apuntaba Lorencez. El consenso era que se trataba de como 600 gentes, un batallón, y estaba expuesto, mal colocado, a campo raso, muy delante de los fuertes. La tricolor mexicana se veía ondear entre sus filas.

“¿Que es lo que nos ofrece Zaragoza? ¿Un sacrificio?” preguntó incrédulo Lorencez.

“Eso parece, señor conde,” asintió Almonte.

“Bien, ¡De la Bedoyere! Emplace sus baterías a bombardear esa loma! Que no quede nadie vivo!”

“Si los emplaza ahora no van a estar al tiro de los fuertes, señor conde,” advirtió Almonte.

“No importa, luego los muevo. Quiero que los mexicanos vean un ejemplo de lo que les espera!”

V. Tormenta de Metralla


“Bien, ¡que abran las botellas de sotol!” ordenó Lucas. “¡Pero que no se las traguen toda! ¡Guarden algo para los heridos!”

Los Zacapoaxtlas estaban en tres grupos, como de 100 hombres cada uno, distribuidos en las faldas del cerro. Lucas agarro el estandarte guadalupano y recorrió sus líneas. “La prieta no la sacan de esta loma, ¿oyeron cabrones? ¡La prieta no se va!” Los Zacapoaxtlas empezaron a vitorear.

En lo alto del Loreto, Zaragoza observaba. “¿Que carajos están diciendo López? ¿Ud. los entiende?”

“No hablo mexicano, mi general. Pero creo que dicen ¡Tonantzin! ¡Tonantzin!”

Zaragoza era un norteño y no conocía los dioses viejos de meso América. “¿Y eso que chingaos es?”

López era un licenciado liberal antes de hacerse soldado y tenia bastante cultura. “Si mal no recuerdo, era una diosa de los antiguos mexicanos, mi general, la que se adoraba en el Tepeyac antes de la llegada de los españoles. Yo creo que están enardecidos por el sotol que les dio Porfirio. Ya empezaron a cantarle.”

“Ah bueno, nomás que no les cante el tecolote…¿y ora? ¿Se están apostando las baterías francesas?”

“¿Tan lejos?” López observaba cuidadosamente por el catalejo.

“Escudríñelas bien, López, no son baterías de marina ¿verdad?”

“No pudieron subirlas por Maltrata, mi general. Estaba la cuesta muy empinada y todavía están en Orizaba. No, son Napoleones comunes y corrientes.”

“No están a tiro de los fuertes. ¿Que clase de pendejada es esa? ¿No que son el mejor ejercito del planeta?”

”No pero si alcanzan a la gente de Lucas, mi general. ¿Quiere que les ordene retirada?”

“Demasiado tarde, López. Ya comienzan a disparar. Pobres cabrones. Seguro ahorita salen corriendo.”

Un obús hizo arco en dirección al cerro y cayó peligrosamente cerca del estandarte guadalupano. A ese le siguieron varios más. Los zacapoaxtlas seguían firmes.

López noto que quedamente Zaragoza murmuraba: “dispersalos, carajo, dispersalos…”

Huicho tocaba lentamente, ta-ca-tan, ta-ca-tan. Lucas sostenía el estandarte guadalupano y se había apostado enfrente del niño para protegerlo. El redoble era como el latir de un corazón. Lucas sabía que mientras su gente pudiera oírlo no se iban a quebrar.

“¡Que la gente se disperse!” grito Lucas. Huicho cambio la cadencia para transmitir la orden. Lucas rugía para hacerse oír entre el huracán de la metralla. “¡Pero no dejen a la prieta sola! ¿Oyeron cabrones? ¡La prieta no se va!”

La loma asemejaba un volcán. Llovía la metralla que explotaba en lo alto de los Zacapoaxtlas y los hería con esquirlas letales. Otros obuses entraban rebotando entre la gente, causando heridas horrorosas. Piernas, brazos, cabezas, volaban por los aires. Los zacapoaxtlas se dispersaron en la loma para no presentar tan buen blanco. Un obús cayo entre el grupo de la izquierda. La bandera mexicana se vio desaparecer por un momento. Luego manos ensangrentadas la volvieron a erigir. Huicho se cobijaba detrás del cacique. El tambor seguía ta-ca-tan, ta-ca-tan, y se oia…Tonantzin! Tonantzin!

“López!” ordeno Zaragoza. “Mande un oficial y que le ordene a Lucas que se retire. Los están matando a lo pendejo.”

“¡Iré yo, mi general!”

“Píquele! Llevese mi alazán. El Comecuras no le tiene miedo a la metralla!”

En medio del huracán de metralla llego un Zacapoaxtla y le grito al oido a Lucas para hacerse oir entre el aullido de los obuses.

“Mi general! Que ya mataron a su Lupe!”

El cacique escupió. “¡Sea! ¡Dígale a mi compadre Juan que tome el mando de la gente de la izquierda!”

VI. El 99 de la infanterie de la ligne


“Bien, Coronel Mangin,” ordenó Lorencez, “que el 99 infanterie de la ligne despeje esa loma. De ahí que se siga rumbo a los fuertes.”

Mangin saludo con su sable. “¡A ver! ¡Rossignol! ¡Duplesis! ¡Maurier! Tomen el primer batallón y limpien el campo. Usen la bayoneta! No necesitan gastar parque en esa chusma!”

“¡Bueno, si nos toco, Bremont!” dijo alegremente Rossignol. “En avant muchachos!”

La banda de guerra del 99 infanterie de la ligne comenzó a tocar las elegantes y briosas notas del Sambre et Meuse. El fuego de la artillería ceso cuando se aproximaban a la loma. Podían oír un leve ta-ca-tan, ta-ca-tan, y unos gritos guturales que no podian comprender.

“¡A mi zacapoaxtlas! Juntense alrededor de la prieta!” rugio Lucas. Huicho transmitio la orden. La gente de Lucas corrió y se apostó alrededor del estandarte. Era ya un grupo muy reducido, tal vez la mitad de los que habían iniciado el bombardeo. La mayoría de ellos estaban heridos. Había muchos cadáveres y pedazos de cadáveres disperses en la loma. Se repartieron las botellas de sotol. Los machetes salieron de sus fundas. El sol de mayo los hizo brillar.

El Comecuras era un caballo dificil de manejar. López, que era catrín, a duras penas no se cayo de la silla. López rayo el caballo cerca de Lucas. “¡Que dice mi general Zaragoza que ud. y su gente se retiren!”

“¡Dile a tu general que ya es muy tarde!” contesto Lucas. “¡Esos cabrones ya están aquí! ¡Y la prieta no se va!”

En efecto, la columna francesa estaba ya a cien metros. El Comecuras se le encabresto. López se bajó del alazán y lo dejo ir. El animal, dando de coses, se regreso al fuerte, con su amo, el chinaco. López desenfundó su sable de oficial. “¡Cabrón animal! ¡Casi me mata! Bien, ¡yo también aquí me quedo mi general!”

“¡Orale! ¡Huicho! ¡Arma escándalo!” Y el redoble del tambor subió a crescendo.

López esperaba que los franceses los iban a fusilar sin misericordia y no se veía ni un triste fusil entre los Zacapoaxtlas que sostenían el machete en alto. Alguien le paso una botella de sotol y apuro varios tragos. “Ya me llevo la chingada aquí y tenia que ser entre estos indios cabrones que ni cristianos son creo yo.”

Los franceses avanzaban en una columna. No se habían molestado en desplegarse en línea ni en disparar. Confiaban en pasar como cuchillo caliente entre mantequilla. Al frente, entre los oficiales, estaba Rossignol. Bremont marchaba unos metros atrás, junto con un viejo soldado, veterano de la Crimea, que portaba la tricolor francesa. Junto a él otro veterano portaba un estandarte con un águila napoleónica de oro macizo. Grabadas en letras de oro en la bandera del primer batallón del 99 infanterie de la ligne estaban las leyendas: “Austerlitz” y “Eylau”.

Rossignol blandía su sable al frente. Vio el estandarte guadalupano y a un indio viejo que seguramente era el comandante. Si les quitan el estandarte, sabia, esa gente se quebraba. Se dirigió hacia el.

El choque fue tremendo. La línea mexicana se cimbro. Por un momento se vio al águila francesa y la tricolor penetrar entre el grupo de zacapoaxtlas. Las bayonetas francesas se clavaron en el vientre de los mexicanos.

Sin embargo, en la lucha tan de cerca, se midió el machete mexicano, arma pesada, descendiente del gladius romano, hábilmente manejada por gente que estaba acostumbrada a usarlo desde chiquitos, contra la bayoneta francesa, letal, si, pero comparativamente esbelta. El águila napoleónica se vio caer y desaparecer en el tumulto y el humo. Una mele se formo alrededor de la bandera francesa.

“¡Puta madre!” dijo atónito Zaragoza.

“¡Merde!” grito Lorencez emulando sin querer a Cambronne.

Se vieron los machetes blandir y levantarse y caer repetidamente, como si fuera tiempo de zafra. Y si lo era. Pero en lugar de cortar cana se cortaban cabeza y brazos y se abrían vientres. Un río de sangre empezó a fluir de la loma. El 99 infanterie de la ligne titubeo. La bandera francesa cambio de manos. Ahora la tenían manos morenas. Volvió a surgir la marea francesa, esta vez desesperada por recuperar su águila y su tricolor. Y solo se oían gritos horribles de los heridos, un redoble furico de un tambor, y un canto gutural: ¡Tonantzin! ¡Tonantzin!

Un último esfuerzo desesperado alcanzaron a hacer los franceses, arengados por Rossignol, el único oficial sobreviviente. Tenía el sable chorreando sangre y el rozón de un machetazo en la sien. Llegó a tocar el estandarte mexicano pero a duras penas se libro de un machetazo que casi lo decapita. En vista del sacrilegio, de que manos impuras les tocaran a la prieta, los zacapoaxtlas aullaron de rabia y pelearon con más furia. Era evidente que los franceses no recuperarían ni su águila ni su tricolor.

“Hay que replegarnos, mon Capitaine,” le suplico Bremont que sangraba profusamente. “Nos mataron mas de la mitad de la gente.”

“Cierto,” asintió tristemente Rossignol. “Hay que hacerlo en orden, de cara al enemigo. Y levanten los heridos que puedan. ¡Estos desgraciados han de ser antropófagos!”

Los restos del primer batallón del 99 infanterie de ligne se retiraron lentamente en dirección al resto del regimiento que ya se acercaba.

“López!” grito Lucas. “Llévele a Zaragoza esta puta gallina!” En las manos del cacique estaba el águila napoleónica y la tricolor francesa. “Y este trapo. No se que chingaos tiene escrito. Ha de ser una mentada de madre!”

López reconoció las leyendas grabadas y se quedo atónito. “¡Santo Dios! ¡Deshonro usted a Francia mi general! Y no me voy sin usted, su prieta, y su gente, mi general. Ya le dieron orden de dejar el campo. No se pierde el honor. ¡Además que ya vienen mas gabachos!”

Los zacapoaxtlas levantaron a sus heridos y se los llevaron hacia los fuertes. El redoble del tambor seguía latiendo. Los vítores del cuerpo de ejército de oriente les daban la bienvenida. Lucas vio que en las alturas del Loreto una figura lo saludaba marcialmente. Lucas saludó a su vez con su machete y sonrió. “Le dije que no era traidor!”