Carlos Monsiváis
Notas de la semana
La represión, la corrupción distribuida de forma desigual y combinada, la inercia, el arrasamiento de las alternativas políticas y sociales… Estos elementos consolidan a la era del PRI en el largo periodo del presidencialismo, la santificación del dueño de la coherencia nacional, el primer mandatario. Pero en el año 2000 el presidencialismo se extingue no con un sollozo, sino entre presentimientos de los demasiados disparos, con sus abyecciones a escala y sus apariencias del orden, cada vez menos convincentes. Y con el presidencialismo que desaparece tras las facciones de Vicente Fox, el poder político reconoce el dominio de otras potestades, se fracciona y acepta el asomo del libre albedrío.
¡Oh, dioses del reparto! El poder ya no le pertenece emblemáticamente a una sola persona, sino a las corporaciones, a los grandes empresarios, al azar (ese apóstol de las decisiones fatídicas), al alto clero, a los gobernadores, a la jerarquía militar y, no los dejen fuera, a los gobernadores.
A diario se redefinen y se limitan los alcances del Poder Judicial y del Poder Legislativo, de protagonismo este último que suele existir si hay cámaras de televisión en las cercanías. Los partidos políticos no tienen vela en los grandes entierros, ni credibilidad ni líderes que sí lo sean, pero son necesarios en las escenificaciones de la idea tan huidiza de la democracia.
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