Jorge Moch
Sea empresarial, político o eclesiástico, las televisoras privadas del duopolio, primero Televisa y ya después la privatizada TV Azteca, mucho cuidan de no incomodar al poder, sino de pertenecer, permanecer en él. Carlos Salinas de Gortari, presidente de infeliz memoria para millones de mexicanos, fue quien gestionó la privatización de Imevisión para convertirla en TV Azteca. El mismo Salinas se encargó de reanudar relaciones diplomáticas con el Vaticano y fue, en los hechos, quien cobijó el ascenso de la derecha radical y conservadora a los ámbitos del poder cuyo desboco padecemos ahora. El hermano mayor e incómodo de Carlos, Raúl, poco antes de terminar en chirona acusado de asesinato, “prestó” a otro Salinas, pariente suyo, amistosamente y sin probatorios documentos, la friolerita de cincuenta millones de dólares para que apostara gordo en la licitación de la emisora estatal, misma que obtuvo sin mayores dilaciones en un proceso que no por parecer olvidado ha dejado de ser una de las privatizaciones más turbias del salinato. Así nació TV Azteca. Hoy en esa empresa quien dicta censuras y políticas de información no es su consejo administrativo, sino un consuetudinario clero tutelar: allí opera Hugo Valdemar, vocero del arzobispado mexicano. Es cosa sabida entre conductores de Azteca que si se va a tratar un tema espinoso como el aborto, la posición institucional debe ser claramente conservadora y cada que sea posible remachada con la verborragia de un cura invitado a cuadro.
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