Ricardo Rocha
Detrás de la Noticia
Es un crimen de Estado. Y no hablo sólo de la muerte de los jóvenes Javier Cortés Santiago y Ollin Alexis Benhumea a manos de los policías en mayo de 2006. Ni siquiera de los allanamientos ilegales, las persecuciones perrunas hasta las azoteas, las golpizas profesionales y luego las vejaciones a los hombres y las violaciones a las mujeres. Me refiero, sobre todo, a los 13 presos políticos de Atenco que están sufriendo penas de 32, 67 y hasta 112 años de prisión.
Ni los más repugnantes asesinos, ni los despiadados secuestradores mochaorejas, ni los narcotraficantes envenenadores de cuerpos y almas, ni los más voraces estafadores de cuello blanco. Nadie en este país ha recibido condenas más brutales, más inhumanas: Ignacio del Valle Medina, Felipe Álvarez Hernández, Héctor Galindo Gochicoa, Jorge Alberto y Román Adán Ordóñez Romero, Pedro Reyes Flores, Alejandro Pilón Zacate, Juan Carlos Estrada Cruces, Julio César Espinoza Ramos, Inés Rodolfo Cuéllar Rivera, Édgar Eduardo Morales, Óscar Hernández Pacheco y Narciso Arellano Hernández no son una estadística o un número: se trata de seres humanos sometidos a un castigo peor que la muerte; aun el más joven de ellos habrá de pasar 30 o 60 años encerrado el resto de su existencia; a otros no les alcanzará la vida para pagar una pena no sólo cruel, sino absolutamente injusta. Impuesta, desde el poder, para pagar por tres pecados imperdonables para los regímenes represores: ser pobre, ser indígena y alzar la voz frente a las injusticias.
Por eso Atenco es un punto de quiebre para el país. Si permitimos esta infamia, renunciaremos a las libertades que tanta sangre nos han costado en el pasado. Y viviremos de rodillas en el futuro.
Leer Nota AQUI