Ricardo Rocha
29 de enero de 2009
A pesar de las evidencias, hay una necedad sospechosa en minimizar esta crisis de dimensiones gigantescas
En Davos o el Senado, da igual. Aquí y allá se habla de la crisis como un juego de apariencias, un artilugio de cristales. Pero sin enfrentarla cara a cara al espejo.
En Suiza: “Fíjense cómo los ricos nos preocupamos por los pobres”; “por eso hacemos tan largo viaje hasta este austero lugar”; “sí, claro que abordaremos la crisis, pero desde las cúpulas del poder político y económico, ¿o hay de otras?”; “a quién le importan las inteligencias luminosas o los grandes líderes sociales”; “aquí la pregunta es cuánto del mundo nos queda —todavía— para repartir”.
En México: “A ver si van aplaudiendo este esfuerzo de sus heroicos legisladores”; “al fin y al cabo que con sus impuestos pagamos a ex presidentes, oradores profesionales, a precio de oro”; “nomás para la foto, aunque lleguen con sus discursos gastados de siempre”; “cantemos todos a coro: la crisis nos vino de fuera… aquí nadie es culpable”.
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