El pueblo mexicano, el noble y generoso pueblo mexicano, se pregunta (me consta) que de quién o de quiénes fueron las ideas de dedicar un día del año a la bandera, otro al soldado, otro al maestro, uno más al padre, otro al niño y (¡claro!), entre los del resto del año (todos ocupados con dedicatorias), no podía quedar fuera la madre...
Algunos de los días fueron marcados en el calendario por hechos gloriosos, por batallas libertarias, por sacrificios sublimes, por acciones dignas de cantares de gesta, y muchos porque señalan el inicio de la vida de algún prócer o la tristeza de su ocaso.
En esas fechas, me comentaba un joven estudiante, “la verdad, da pena ajena”, y seguía su dolorido relato de lo frustrante que ha sido para él y para muchos de sus condiscípulos la obligación de asistir a actos oficiales en los que “se rinden honores” a personajes históricos, a quienes los encaramados en el poder aborrecen porque jamás podrán hacerse merecedores del cariño y de la admiración que a aquéllos prodiga el pueblo, a pesar del tiempo transcurrido desde su muerte, pero —sobre todo— porque dejaron sus huellas justicieras en leyes y en actos señeros que los nuevos “mercantilistas” nunca llegarán a hacer. Qué es el Día de la Madre sino un espacio enorme del mercantilismo más voraz, decía el joven estudiante. Y agregaba: “¡Ay, Jesús, hacen falta tu látigo y tu indeclinable vocación por el bien!”.
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