En la Alemania de 1933, los nazis no tenían la mayoría parlamentaria cuando ascendieron al poder: 196 diputados sobre 584. De hecho, habían perdido 34 legisladores (llegaron a tener 230) y 2 millones de votos (11 millones 737 mil, contra 13 millones 745 mil) respecto a las elecciones de julio de 1932. Para detenerlos se requerían ciertos compromisos y la modificación de las reglas del juego, pero los demócratas rechazaron entrar en conflicto con ellos.
Los nazis se dieron cuenta de la pusilanimidad y cobardía de sus adversarios, y lo que hicieron fue aumentar la apuesta. Cuando Hitler ya era canciller, sus seguidores aún no obtenían la mayoría: 288 escaños sobre 647. Lo que hicieron fue empujar y empujar hasta hacerse del control total en muy poco tiempo. Diversos actos de fuerza y autoridad, en realidad fueron actos propagandísticos fríamente calculados, cuyo objetivo era concentrar cada vez más poder. Tal cual ocurre hoy en México.
El discurso guerrerista de Hitler en esa época, se parece mucho al de Felipe Calderón hoy. Pero también, y sobre todo, el discurso moral. Contra la corrupción y la mentira, el alemán reclamaba, igual que hoy lo hace el mexicano, la regeneración moral, la unidad y el sacrificio. ¿Estado fascista? Hitler lo llamaba Estado ético. Y Calderón, simplemente, Estado de derecho.
Igual que Hitler, Calderón posee una personalidad autoritaria. Muchos aspectos de esa personalidad ya habían sido descritos en 1941 por Erich Fromm en Miedo a la libertad, pero el estudio fundamental, en este campo, es la monumental obra de Theodor W. Adorno y sus colaboradores: La personalidad autoritaria, publicada en 1950.
La investigación de Adorno describe los rasgos del individuo potencialmente fascista, cuya estructura de la personalidad es tal, que lo hace particularmente sensible a la propaganda antidemocrática. Por un lado, existe una fuerte disposición a la sumisión (Calderón lo era con su mentor político Carlos Castillo Peraza), y por el otro, un poderoso impulso hostil y agresivo (la defenestración de Santiago Creel). En el primer caso existe una creencia ciega en la autoridad y en la obediencia esmerada a los superiores, y en el segundo prevalece el desprecio a los inferiores y la disposición a atacar a los débiles o a las personas que se consideran socialmente como víctimas (¿alguien recuerda a la indígena Ernestina Ascencio?).
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