lunes, 10 de noviembre de 2008

Incógnitas y distorsiones

Horizonte político

José A. Crespo

1. México espera con tristeza y preocupación el resultado de las indagaciones en torno a la caída del avión de la Secretaría de Gobernación. Dentro de lo lamentable del hecho en sí, las conclusiones de la investigación pueden tener un significado muy distinto. Un accidente puede sucederle a todos, ocurre todos los días. En cambio, de confirmarse la tesis del atentado llevaría a conclusiones alarmantes: que el Estado es altamente vulnerable en la guerra contra los capos, que éstos tienen la capacidad de hacer más daño de lo que muchos sospechaban (los especialistas sí lo sabían, pero Felipe Calderón reconoció que trataría con un catarro y se encontró con un cáncer), que probablemente se habría corrompido —de nuevo— a personal al servicio del Estado, que otros atentados semejantes podrían tener lugar en cualquier momento, que nadie está ya seguro sea cual sea su investidura, que la gobernabilidad se habría puesto en grave riesgo gracias a esta guerra (para muchos contraproducente).
2. Por lo mismo, la siguiente incógnita es si el gobierno estaría dispuesto a aceptar y a difundir la versión del atentado en caso de que en efecto esa fuera la explicación de la tragedia aérea (el “no nos doblegarán” de Calderón en su mensaje fúnebre, sugiere que él mismo la contempla). Y es que a todas luces resultaría políticamente inconveniente. La tentación de sostener la tesis del accidente, así no fuera esa la correcta, es muy grande. Pero así es como se podría leer el anuncio de Luis Téllez de que la investigación tomará al menos… 11 meses, tiempo suficiente para que la atención ciudadana se haya diluido con muchos otros eventos y entonces pueda manejarse más tersamente, y con menor suspicacia, la tesis del accidente. Esperemos al menos que se nos vaya informando de los avances en lugar de simplemente esperar a que la indagación completa termine. Por ejemplo, en un par se semanas, si no es que antes, deberíamos conocer la información de las cajas negras de la nave desplomada.
3. El deceso de Juan Camilo Mouriño y de sus acompañantes debe ser tomado como un foco rojo, cualesquiera que sean sus verdaderas razones. Coincido con la alerta de nuestro colega Francisco Martín Moreno en el sentido de que hemos descuidado las providencias legales para sustituir a un Presidente que, por la razón que sea, fallezca o quede imposibilitado de gobernar. No tenemos una figura que lo remplace de inmediato, como es el vicepresidente en muchos países. Lo cual, si además el Presidente de la República es a un tiempo jefe de Gobierno y jefe de Estado, contrariamente a lo que sucede en los regímenes parlamentarios, eleva el riesgo de un auténtico vacío de poder y la consecuente ingobernabilidad. La Constitución señala que, a falta del Presidente, será el Congreso el que designará al nuevo mandatario (interino o sustituto, según el avance del sexenio en curso), lo que podría provocar un desgarre dentro de la clase política, entre y dentro de los partidos políticos. Si eso no ha ocurrido en varias décadas debemos agradecerlo al azar (o a la Virgen de Guadalupe, en caso de ser creyentes), y menos a nuestro pésimo arreglo institucional.
4. Suele ocurrir que cuando un político o un alto funcionario fallece prematuramente —también por la razón que sea— se le revista de cualidades que no tuvo o, al menos, las que le eran cuestionadas por amplios segmentos de la población. Existe la tendencia a glorificar al personaje en medida mayor que si hubiera fallecido en condiciones normales (por ejemplo, a edad avanzada y quizá ya en retiro político). Así, por ejemplo, de no haber fallecido Luis Donaldo Colosio probablemente jamás se le hubiera erigido una estatua pública. Otro tanto podría decirse de Manuel Clouthier, y todo ello sin demérito de su respectiva trayectoria. Es una forma de expresar la pena por su anticipada partida, pero la tristeza y la impotencia ante tales hechos no debieran distorsionar la realidad sobre los personajes en cuestión. De Mouriño, muchos (tirios y troyanos) opinaban que su nombramiento en Gobernación fue desafortunado, que ahí mostró deficiencia e inexperiencia política, que convenía a Calderón removerlo pronto, lo que se daba por hecho ocurriría de un momento a otro.
5. Finalmente, es también usual que se haga un uso político de la tragedia. Por un lado, Germán Martínez Cázares, al exaltar la lealtad de Mouriño hacia Calderón, invita no sólo a los panistas, sino a todos los mexicanos, a seguir su ejemplo. ¿Quienes nos oponemos a tal o cual política seguida por Calderón debemos ahora arrear banderas y cerrar filas con programas o estrategias con las que no concordamos, por razones estrictamente sentimentales? Es absurdo. Y también muchos caen en la tentación de arremeter contra quienes fueron críticos de Mouriño, como si ello hubiera incidido en su fallecimiento. Calderón censuró a quienes calumniaron al ex secretario por tráfico de influencias, aunque a muchos ciudadanos no les queda claro que no se haya cometido tal ilícito. O simplemente se condena a quienes lo cuestionaron por lo que legítimamente consideraban un mal desempeño político. De lo que se infiere que nunca debiéramos lanzar una crítica o una opinión adversa hacia ningún político o funcionario. No sea que fallezca mañana y entonces quedemos como insensibles villanos. O bien se descalifica a los críticos de Mouriño por expresar su pésame, como si no hubiera una clara división entre el plano político y el ontológico, el de la vida y la muerte. Proponer que se remueva de su cargo a un político no implica que se desee su muerte o ninguna otra tragedia personal. Sugerir eso es absolutamente absurdo, y sólo refleja el burdo interés de medrar políticamente la tragedia.
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