Después de una rigurosa revisión e infinidad de indicaciones proferidas por el discreto y siempre servicial Estado Mayor Presidencial -mismo que fue desplegado sin mucho aspaviento, quizá en un intento por burlar el cerco SMEíta y magisterial-, la espera terminó. Ante los azorados ojos de la concurrencia, la colosal escultura de la deidad terrestre Tlaltecuhtli, lucía el esplendor de sus colores originales y la ferocidad de sus rasgos milenarios.
Los oradores de la tarde debieron haber sido, en orden jerárquico: Eduardo Matos Moctezuma, emblemático arqueólogo mexicano quien dirigiera el colosal Proyecto Templo Mayor en su primera etapa, y Leonardo López Luján, brillante investigador a cuyo cargo han quedado las últimas 5 temporadas de excavación de dicho proyecto, y quien afrontó el reto de llevar a buen puerto los trabajos en torno al colosal monolito encontrado en octubre de 2006. Lamentablemente no fue así; cual si se tratara de una metáfora del acontecer nacional de los últimos 4 años, la tribuna fue sobradamente ocupada por un oscuro personaje menor, erudito en ningún tema y mendaz en todo lo que se propone.
No pretendemos reproducir la imprudente imposición de su burda oratoria, de modo que prestaremos el espacio para que sea la protagonista de la historia quien nos cuente los detalles de la alocución:
Decidieron presentarme por segunda -quizá tercera- vez en sociedad ayer dieciséis de junio. Lo malo fue que en su afán por hacer partícipes de mi belleza al resto de los mexicanos, se tuvo que pagar el costo de escuchar más de 20 minutos de pretendidas erudiciones. Tan pretendidas como todo lo que a ese pequeño ser le rodea: su poder, su capacidad de gobierno, su decisión de remontar los cinco jinetes del apocalipsis en que ha sumido al país.
He de decirles que estoy acostumbrada a gobernantes lisonjeros con los blancos gachupines, esos timoratos que llevan a cuestas el sino del colapso ¡pero esto es el colmo! en unos pocos minutos pasé de llamarme Tlaltecuhtli a “Taltecuti”, “Tlataltecuti”, “Tatlecutli” y “Tacotecutli” (seguramente el enanísimo individuo se preguntaba por qué no mejor me llamaba Sangüiscutli, un nombre más ad hoc con la propaganda del juego de pelota que ahora traen de moda). Palabra por palabra, esa alocución hizo gala del más insano de los protagonismos; fui calificada de piedrota –con consecuente murmullo generalizado de la concurrencia- corregida como “escultura” y en ningún momento se mencionó que mi relevancia para los mexicanos de hoy se desprende de lo que signifiqué para los mexicanos de ayer, del esplendor de la época en que se me concibió y el cual está manifiesto en el lugar donde se me encontró y en la hermosa talla con la que delinearon mis rasgos. Oh, no, noy ¡no! Esos son datos “colaterales”, menores: importo porque soy una piedrota vistosa, única sí, pero tan útil como un trofeo de caza: por el lucimiento personal de quien cobró el reconocimiento por la pieza. Sí, es verdad, mi nueva travesía inició a la par que la de este funcionario impostor: en el punto más alto del ensordecedor grito de un pueblo herido en su voluntad, que en esos días hubiera quedado patente en un resultado electoral. Al día de hoy, sigue el grito y sigue el agravio. Mis motivos para aparecer, no concuerdan con los de aquél, sin embargo, durante su cansino y errático discurso, machacó y machacó que él es el hombre del poder amparado en el débil argumento de haber presenciado el proceso de exhumación de mis tesoros, inclusive profirió una y otra vez la palabra “tlatoani” y se engolosinó con el penacho de Moctezuma, sin albur. Sugirió entre erráticas glosas e interpretaciones ramplonas del esplendor prehispánico, que le pertenezco. Como si mi deseo de emerger en tal fecha hubiera sido una señal para su empequeñecida presencia y no una hierofanía para aquellos que a escasos metros de mí, fuera de las paredes en las que me exhiben, clamaban por la verdad: el rumbo elegido era otro, era la hora de la transformación de lo muerto, del resurgimiento de lo antiguo, de la redignificación del ser y sentido de un pueblo Era la hora, sí, de la regeneración.
-Órale, que ya se calle ¡queremos los canapeses!
-Mira tú, ora que Tataltecuti, ¡chale! Este ha de estar pensado en el pomo.
Haciendo caso omiso del galante lucimiento de pecho y demás aspavientos gallináceos de un EMePo que nos vigilaba de cerca sin saber bien a bien qué hacer ante una potencial “contingencia”, continuábamos horrorizándonos con las tonterías de escucha obligada antes de pasar a visitar a la Señora Tlaltecuhtli: que si vio la pieza desde que tenía una capa de “color piedra, no bueno, color arena, ¡hic!” (sic, ¿alguien nos puede explicar cómo es el color piedra? Obviemos que no es una “capa de color” sino el sedimento adherido a la pieza a lo largo del tiempo que permaneció enterrada, mismo que fue eliminado pacientemente por el equipo de restauradoras sin afectar el –ese sí- color original del monolito); que si lo que decía podía ser constatado por los arqueólogos que han trabajado en las excavaciones mismos que “muy probablemente anden por aquí” (¿”probablemente andan”? ¿acaso piensa que los protagonistas del hallazgo son fantasmales elementos secundarios que podrían o no podrían deambular erráticamente por ahí? Perdón, olvidamos por un momento que este es el mundo donde los inútiles falaces usufructan los esfuerzos de honrados trabajadores para después echarlos a la calle en medio de difamaciones y linchamientos mediáticos); que si la piedrota está muy bonita y “ora sí que como quien dice, es la madre tierra y como tiene la fecha doce conejo pertenece a la tumba de Ahuízotl que está en el templo de Moctezuma, ¡hic!”. Fé de burratas: lo que el señor etílico ignora es que la pieza tiene grabada la fecha 10 Conejo bajo la garra derecha, correspondiente con 1502, año en que murió el tlahtoani Ahuízotl y fue entronizado Moctecuhzoma II. El “templo” es en realidad el palacio de Moctezuma, ubicado bajo Palacio Nacional y no el –ese sí- Templo Mayor de Tenochtitlan, frente al cual se encontró la escultura de Tlaltecuhtli.
Ante un creciente murmullo colectivo, que oscilaba entre bostezos y reclamos en voz baja de los asistentes (“chocoso”, “pelele”, “espurio”, “enano sangrón”, se oía discretamente) que, cual vacas en corral se saludaban a larga distancia gracias a la imposición de rejas imaginarias resguardadas por el EMP, por fin terminó la tortura. Mientras tanto, nosotros seguíamos comentando
–Matos, por favor dile dónde están los pomos, para que ya se vaya.
-Señora Tlaltecuhtli ¡cómete al desgraciado enano! ¡cómetelo, cómetelo!
(…no como cosas de tan baja calidad, al rato vas a querer que coma Sandwich… -Perdón, no quisimos ofenderla ¿pero nos puede echar una mano?)
Y el EMePo, seguía rondando, ahora acompañado por otros dos.
- Ya ha de andar pensando en cuántos pomos le pagarán los gachupos de Iberdrola a cambio de estas piezas
Y ahora, un minicontingente de EMePos, incluyendo uno maldisfrazado de civil (sin fistol del diablo en la solapa).
- Oye, ‘mai, ¿cómo le hacemos pa’ que estas viejas respeten la investidura pestilenci… digo, presidencial?
Al final, soltó la tribuna el aludido para dar paso a quienes sí podían aportar información fidedigna de la exposición pero, en vista de la extensa y aburrida alocución, se vieron obligados a expresarse a grandes trancos.
Con el aplomo de quien ha sorteado los egos de infinidad de ignorantes funcionarios sexenales, el profesor Matos refirió que a la par de la presentación al público de la escultura de la diosa de la tierra, se exhibe parte de la exitosa exposición Moctezuma II. Habló brevemente de las piezas que dicha muestra contiene, como una pechera atribuida a Pedro de Alvarado, autor de la gran matanza de indígenas en el recinto sagrado (pequeños saltitos de júbilo “¡matanza de indios! Por supuesto, ¡qué visionario fue ese Ped…!¡hic! Pedro de Alvarado”) y un fragmento del Códice Moctezuma, donde se muestra al antepenúltimo tlahtoani aprehendido por los españoles, quienes le dan muerte (los saltitos de júbilo cesan al imaginar a Iberdrola cercenándole el diminuto cuello después de coopelal).
Cuando tocó el turno de hablar sobre la escultura, con exquisita diplomacia, Matos cedió el micrófono “a quienes sí saben del tema” –te digo Chana, pa’ que entiendas, Juana-, es decir, a Leonardo López Luján, actual director del Proyecto Templo Mayor.
Siempre sensible y un poco harto del sinnúmero de entrevistas que ha dado durante el día, López Luján habló brevemente del tema que le apasiona: la escultura monumental. Señaló que Tlaltecuhtli es fascinante por mucho más que su gran tamaño (la contundente diplomacia campeó en el ambiente por segunda vez, aligerando el escandalizado ánimo), pues es ella testigo de un tiempo de esplendor imperial, una alegoría de significados cosmovisuales, la manera en que un pueblo y su clase gobernante dan sentido al ser, y sobre todo, habla de la exquisitez plástica alcanzada por el artista mexica de la época previa a la conquista.
La breve intervención de López Luján avivó el interés por la pieza mientras, impacientes, debíamos esperar a que Matos Moctezuma terminara de explicarle a las dos piedras mal llamadas pareja presidencial, sobre lo que las otras piedras –los vestigios de un imperio-, hablan. Hartos, los concurrentes se agolpaban frente a unas escaleras obtruidas por malencarados EMePos que no dejaban a la gente trasladarse para arriba, para abajo, ni para los lados.
-Ya que se vaya fecal, no dejan visitar la exposición
-Ahí todos aperrados en la escalera y este que no se larga
- ¡Matos! Es inútil, pa qué te esfuerzas si ni entienden nada
- Sí, ya ves que a la Coyol le dijo Coyosauscli.
- Ya mero la bautiza como Coyolchangüis… Haz Changüis a la Coyol
Los EMePos hartos de aguantar vara en nombre de un Don Nadie, viéndose unos a otros, esperaban a que terminara la ficción: el falso interés de un pseudo-gobernante dedicado a malbaratar lo que nos queda de país a esos mismos que aparecieron una vez por el oriente.
Obsequioso con otros intereses, de la concurrencia nacional solo se esperaban simiescos aplausos amaestrados para un orador por demás ignorante e impositivo. Aplaudes y te vas; el muy miserable, no ofreció convite alguno, sólo “refresquitos” (la chispa de la vida) para unos cuantos escogidos, los del vestíbulo, vistosamente separados de “la raza” por uno y dos pisos de diferencia.
Dispersa la nube de hipocresía y la tensión social contenida en el hígado y la mente, los concurrentes pudimos visitar a Tlaltecuhtli, la deidad telúrica que habla de regeneración y ensoñar con un tiempo esplendoroso amenazado de muerte por un poder extraño, invasor, interesado únicamente en el saqueo de las entrañas de la tierra. Quien no aprende de su historia, está condenado a repetirla.
Afuera, en el frío de la noche lluviosa, el campamento del SME estaba inundado y salía un huelguista más. Fue una cuadrilla de estos trabajadores, la que, en 1978 hubo encontrado a la Coyolxauhqui - el diablo sabe a quién se le aparece-, mientras laboraba en la extinta esquina de Argentina y Guatemala. Ninguno de ellos fue invitado.