Jaime Martínez Veloz
Diálogo o colisión nacional, el dilema
En días pasados Andrés Manuel López Obrador y posteriormente Miguel Ángel Granados Chapa en forma atinada retomaron el esquema formulado en los años 90 por el EZLN y muchas otras fuerzas políticas del país para dar salida a la crisis del país, mediante la construcción de acuerdos nacionales construidos por la vía del diálogo y el consenso.
En el año de 1995, a propuesta de la Comisión de Concordia y Pacificación, el EZLN y el gobierno federal, con el aval del Congreso de la Unión, habían aceptado un relanzamiento del diálogo nacional para una reforma democrática del Estado. Sin embargo, los dirigentes de los partidos políticos nacionales, en lugar de transitar la ruta de un amplio recorrido que permitiera la construcción de acuerdos desde abajo, prefirieron el acuerdo cupular. La posibilidad se vino abajo y los efectos hoy se sufren.
Añejas insuficiencias, errores del gobierno y falta de desarrollo de la democracia política han provocado uno de los mayores peligros que enfrenta la nación: creciente distanciamiento entre la sociedad y el Estado.
Desde hace ya demasiado tiempo, los actos del gobierno, la vida de las instituciones y el quehacer de los tres poderes de la Unión tienen un efecto ambivalente en la sociedad.
En un sentido, tales actos son percibidos de manera lejana y ajena a la angustiada cotidianidad y a las rutinas que la crisis impone a la sociedad, lo que despoja al Estado de los soportes que permiten gobernar con legitimidad: la identidad, la cercanía y el apoyo popular.
En este contexto se fueron labrando las diferentes crisis que golpean la seguridad, la economía y el bienestar de los mexicanos. A fuerza de espot y mercadotecnia, se intenta construir la percepción de que la guerra contra el crimen organizado la va ganando el gobierno, el cual utiliza la misma estrategia que durante 25 años ha demostrado su fracaso, con el agravante de que hoy las mafias tienen mayor capacidad de fuego, una estructura militar y financiera más consolidada
En otro sentido, los actos del Estado son vistos con incertidumbre e incluso con temor, por el incumplimiento reiterado de la palabra gubernamental empeñada, por la constante distorsión de los compromisos originales. El reconocido descrédito de muchos órganos del Estado es mayúsculo y las instituciones son pasto de ironías y sarcasmos que llevan a la pérdida de respeto y autoestima en la sociedad.
Es urgente detener el proceso de desnaturalización de las relaciones entre gobernantes y gobernados y arropar el Estado con el apoyo de las mayorías. Hay que iniciar de inmediato la jornada para recuperar la credibilidad perdida y dotar de decoro, respeto y confianza los actos del Estado.
Esta reconstrucción es para el cambio, para lo nuevo; no se debe construir para las viejas relaciones, aunque exista la posibilidad de hacerlo. A esa posibilidad deben cerrarle el paso el consenso social y las fuerzas políticas más comprometidas con la historia y los fines de la nación.
El dinamismo de la vida política nacional, a partir de la irrupción zapatista, es impresionante. Su efecto más directo es que las tareas del desarrollo político se han extendido hasta involucrar a nuevos agentes políticos, quienes ahora resultan indispensables protagonistas en el diseño de soluciones de alcance nacional.
Además de sus demandas específicas, el EZLN enarbola consignas de alcance nacional que no deben ser menospreciadas. El regateo a su legitimidad es un ejercicio inútil que distancia y provoca resentimiento. Se han ganado un lugar en la historia y con su esfuerzo cotidiano siguen demostrando la firmeza de sus convicciones.
Los cambios en la distribución del ingreso son inevitables. El empobrecimiento sin expectativas de millones de mexicanos conduce al desgarramiento de la nación. Una repartición moderna de la riqueza y las oportunidades sólo son posibles mediante el acuerdo de todos los involucrados, destacadamente del capital y el trabajo.
Para México, la reforma del Estado no es prescindible: es una necesidad de cuya satisfacción dependen la paz interna, la unidad nacional, la soberanía y la integridad territorial.
La transición mexicana hacia una democracia moderna no podrá omitir esta sentencia. Al gobierno de la República, al Congreso de la Unión, a los partidos y corrientes políticas como suma y en particular a cada uno, tocará decidir el carácter de su participación: como compañero de viaje en el gran curso nacional o como escollo avasallado.
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