sábado, 22 de noviembre de 2008

PLAZA PUBLICA





22/NOVIEMBRE/2008
PLAZA PÚBLICA
Delitos contra periodistas

MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA

El asesinato del reportero Armando Rodríguez Carreón, ocurrido hace una semana en Ciudad Juárez, ha puesto a discusión una vez más la peligrosidad de oficio periodístico en México, y el modo legal de encararla. Movido por la indignación ante el cadáver de un colega ultimado a balazos, Roberto Piñón, dirigente de periodistas en Chihuahua, demandó la renuncia del fiscal especial para la atención de delitos cometidos contra periodistas y aún la supresión de esa dependencia de la Procuraduría General de la República. En sentido contrario, el presidente de la Cámara de Diputados, César Duarte, esbozó la posibilidad de elevar de rango esa oficina para convertirla en Subprocuraduría y de ese modo fortalecerla.

Ninguna de esas posiciones, lamentablemente, sería una respuesta adecuada al riesgo en el que realiza sus tareas buena parte del gremio periodístico, especialmente en la frontera norte de nuestro País. La especialización del Ministerio Público es insuficiente para encarar el problema principal de la procuración de justicia, que es su ineptitud y su resultante, la impunidad. Si la mayor parte de los delitos en general queda sin castigo, no hay razón para esperar que haya eficacia en la persecución de los que se perpetran contra informadores.

Conforme cifras de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, entre 2005 y 2008 han sido asesinados 25 periodistas y ocho más han desaparecido. Después de conocido ese informe fueron asesinados dos reporteros más, Alejandro Fonseca en Villahermosa el 24 de septiembre y Rodríguez Carreón el 13 de noviembre.

Ante el creciente número de delitos de ese género, que incluye atentados contra instalaciones periodísticas (como ocurrió apenas la semana pasada en Culiacán, en que fue atacado con granadas de fragmentación el periódico El Debate) la PGR estableció en febrero de 2006 la fiscalía especial mencionada. Atinadamente invocó para hacerlo el principio número 9 de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, donde se establece que “el asesinato, secuestro, intimidación, amenaza a los comunicadores sociales, así como la destrucción material de los medios de comunicación, viola los derechos fundamentales de las personas y coarta severamente la libertad de expresión, por lo que es deber de los estados prevenir e investigar estos hechos, sancionar a sus autores y asegurar a las víctimas una reparación del daño adecuada”.

Inmediatamente fue designado para dirigir la nueva fiscalía, el abogado David Vega Vera, experto en varios temas jurídicos y con nexos con la prensa, pero sin experiencia en la investigación ministerial. Sin apoyo institucional, renunció a su cargo al comenzar la actual Administración. Tras un periodo de vacilaciones finalmente en marzo del año pasado se nombró para sustituirlo a Octavio Alberto Orellana Wiarco, un ex juez, notario y profesor que tampoco ha sido agente del Ministerio Público y carece, por consiguiente, de capacidades para dirigir averiguaciones previas. La ineficacia de sus tareas, deplorable de suyo, quedó patente cuando presentó al público, hace dos semanas, el único caso resuelto por la fiscalía a su cargo. A despecho de las conclusiones a que llegaron diversas pesquisas extraoficiales, y la emprendida por la CNDH, Orellana Wiarco pidió y consiguió encarcelar a un miembro de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca por el homicidio de Brad Will, el reportero norteamericano tiroteado en octubre de 2006. La conclusión del fiscal pasó por alto la demoledora evidencia técnica de que los balazos homicidas partieron desde un punto distante mucho más allá de los dos metros que según él mediaron entre el asesino y su víctima.

La notoria ineficacia de la fiscalía y su titular sería un defecto menor (ante el desolador panorama de las deficiencias ministeriales en general) si no se hubiera impreso un sesgo político a la única acusación formalizada sobre el homicidio de un periodista. Según el propio Orellana, en marzo pasado (cuando cumplió un año en su encargo e informó de su ejercicio a una comisión de diputados) de los 75 casos que su dependencia atendía, 40 surgieron en Oaxaca. No parece casual que el único asunto, entre esas cuatro decenas, que ha llegado a la consignación del presunto responsable y su enjuiciamiento, resulte en beneficio político del gobernador Ulises Ruiz, cuyos cuerpos policiacos quedaron exentos de responsabilidad siendo que según numerosos indicios y la lógica de los acontecimientos a ellos pertenecieron los homicidas de Will.

La fiscalía ha practicado otra manera de favorecer intereses políticos. Mediante un escrúpulo institucional (que no es prenda que abunde en el ajuar de la procuración federal de justicia) traducido en tortuguismo, la fiscalía contribuyó con su negligencia a la exoneración del gobernador de Puebla, Mario Marín, señalado ante la PGR por la periodista Lydia Cacho por la conjura en su contra.

Tenemos ante nosotros, en consecuencia, la atroz paradoja de una agencia del Ministerio Público eficaz cuando se trata de atender conveniencias y arreglos de baja politiquería, e inútil en la persecución de homicidas y agresores de periodistas y periódicos. Sería deplorable que para eso el subprocurador de Derechos Humanos, Juan de Dios Castro, se empeñara en la designación de Orellana Wiarco, que como el propio ex legislador y consejero jurídico de la presidencia fue juez en Durango.




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